martes, 26 de abril de 2016

Asesinado y enviado por tren en un baúl

Kazimierz Pochwalski (1855-1940)
Pliego de cordel editado en Barcelona en 1864, a los dos años de producirse los sucesos que relata. El gusto por lo sensacionalista y lo truculento de este tipo de pliegos fueron los antecedentes del famoso semanario El Caso, que durante más de cuarenta años se mantuvo con éxito editorial desde su primer número, aparecido el 11 de mayo de 1952, hasta su desaparición en el 1987. Este semanario, dedicado a los sucesos y al mundo del delito y a hechos curiosos o sorprendentes, contó con un elevadísimo índice de lectura entre los años cincuenta y ochenta del pasado siglo que lo convirtió en todo un fenómeno mediático y comunicativo.


Los grandes titulares de color rojo y las fotografías o ilustraciones llamativas e impactantes en la portada del semanario, no son sino la evolución de estos efímeros pliegos de cordel que ya anticiparon décadas atrás el interés del público por estas noticias.

Reproduzco una crónica, aparecida en el diario El Norte de Castilla, donde recuperan las noticias de los sucesos narrados en el pliego

VALLADOLID. CRÓNICA NEGRA

Julián Otaola, acaudalado prestamista, desapareció repentina y misteriosamente en el mes de noviembre de 1862. En febrero del año siguiente, su cadáver fue encontrado dentro de un baúl en la Estación de Alar. Había sido envenenado y estrangulado
17.07.10 - 00:36 - 

ENRIQUE BERNAL |


La Policía llevaba tiempo observando con lupa sus actos, no en vano era uno de los prestamistas más famosos y acaudalados de la ciudad. De origen vasco y con fama de hombre poderoso, respondía al nombre de Julián de Otaola y vivía en el número 18 de la calle Pedro Ansúrez.

Era multitud la gente que había oído hablar acerca de sus negocios y no pocas veces él mismo había acudido a las fuerzas de orden público en procura de protección. No llevaba una vida fácil, a pesar de la riqueza que atesoraba. Y lo cierto es que la Policía no había podido hacer acopio de pruebas sólidas sobre las supuestas irregularidades que determinadas gentes le achacaban.

Hasta aquel mes de febrero de 1863, en el que Otaola cobró mayor protagonismo, pero por otras causas. Nadie le había vuelto a ver desde noviembre del año anterior; era como si las calles se lo hubiesen tragado. Nada se supo de él desde aquel día en el que salió de casa acompañado de un joven que portaba un extraño bulto. Quienes lo conocían especulaban sobre su misteriosa desaparición, no faltó quien lo imaginó tirado en un descampado o ahogado en el río. Enemigos, de hecho, no le faltaban.

La Policía, convenientemente avisada, se puso manos al asunto. En un primer momento, sus múltiples y variadas diligencias no dieron fruto. Sabían dónde vivía y controlaban su rutina diaria, pero en ninguno de los sitios que frecuentaba supieron dar explicación lógica de lo sucedido.

Hasta que el juez encargado del asunto, Antonio de la Cuesta, infundió nuevos bríos a las pesquisas. Intervino todos los papeles y pertenencias del desaparecido, y comenzó a recabar hallazgos determinantes. Entre ellos, una enorme caja de hierro ubicada en un lugar discreto: se trataba, con toda probabilidad, de la que el prestamista utilizaba para guardar el dinero, valores y demás objetos valiosos.

Caja forzada

No por casualidad, la caja había sido forzada hasta hacerla ceder. Y estaba vacía. La hipótesis del robo cobró gran verosimilitud, lo mismo que las graves consecuencias que podrían derivarse del mismo.

El siguiente paso no era otro que acertar con los sospechosos del hurto. Tiempo atrás, los agentes habían detenido a la criada del desaparecido, Vicenta Artiagoitia Alecheguerra, natural de Gordejuela, soltera de 34 años, cuya primera declaración resultó poco esclarecedora. Pero ahora, el hallazgo del arca la había vuelto a colocar en el punto de mira más evidente.

Acierto pleno: lo confesado por Vicenta en esta segunda ocasión supuso un giro de 180 grados para el caso: se confesó cómplice del asesinato y desentrañó numerosos detalles del mismo, si bien no todos verdaderos.

Siguiendo su declaración, la Policía supo que a la Estación del Norte había llegado un baúl de grandes dimensiones y peso considerable; dirigido a Alar, no había tardado en provocar la extrañeza del personal encargado.

No por casualidad, el equipaje había aparecido justo a mediados de noviembre de 1862, coincidiendo con la desaparición del prestamista. Era miércoles, 18 de febrero de 1863, cuando la Policía llamaba al jefe de estación de Alar para confirmar el dato; la información que recibieron era aún más jugosa: el baúl, efectivamente, no sólo había llegado a esas dependencias hacía aproximadamente tres meses, sino que aún permanecía en el almacén de equipajes sin que nadie lo reclamase.

El juez ordenó que lo enviasen a Valladolid cuanto antes. Al día siguiente, la expectación era enorme. La caja, recién bajada del vagón, estaba intacta. Cuando la abrieron, el silencio dio paso a la exclamación más conmovedora: en su interior apareció el cadáver del prestamista, envuelto en una sábana que llevaba sus propias iniciales y en el mejor estado de conservación. Estaba vestido; otras ropas esparcidas por el interior evitaban que el cuerpo se moviera y produjera ruido.

El juez mandó hacer la autopsia y el resultado no produjo demasiadas sorpresas: el prestamista había sido estrangulado. Las pesquisas posteriores abrieron un abanico enorme. Todo se debió a una complicada urdimbre dirigida, simplemente, al robo.

El asesinato tuvo lugar la noche del 14 al 15 de noviembre de 1862. Lo perpetraron la sirvienta, un joven llamado Carmelo Ausejo y Alacot, militar valenciano que había servido en el regimiento de Almansa y ahora lo hacía en el provincial de Valladolid, y la amiga de ambos, Juana Valencia Medrano. La presencia de esta última no era inocente: deudora, junto a su madre, de 7.000 reales que Otaola les había prestado, aseguraba que éste les amenazaba con ejecutar el embargo de su finca en caso de no pagar. Los tres, Vicenta, Carmelo y Juana, fueron hallados culpables de homicidio y condenados a la pena capital.

La secuencia del caso, una vez hechas las averiguaciones y confirmadas en el juicio, resultó truculenta. Primero trataron de envenenar al prestamista con un producto que Juana había comprado en Ávila, pero viendo que no conseguían acabar con su vida, decidieron cortar por lo sano. Entraron en la casa, irrumpieron en su cuarto, Vicenta y Juana le sujetaron las manos y el militar lo estranguló. Luego encerraron el cadáver en el baúl. Como encubridora actuó la madre de Juana, Petra Medrano, que resultó condenada a 9 años de prisión.

De nada sirvieron las peticiones de clemencia por parte del arzobispo de Valladolid: Ausejo, procesado en primer lugar y de manera aislada por su condición de militar, fue ajusticiado a garrote vil el 16 de junio de 1863, martes. Vicenta y Juana hubieron de esperar hasta el 25 de febrero del año siguiente, jueves, para correr la misma suerte.





©Antonio Lorenzo

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