viernes, 28 de febrero de 2020

Las gradas de San Felipe el Real: el mentidero más famoso de Madrid


Si hubo un lugar en Madrid donde circularon todo tipo de noticias, rumores, enredos y lugar emblemático para el intercambio y venta de pliegos de cordel a cargo de los ciegos, no fue otro sino las gradas del monasterio de San Felipe.

El convento de agustinos de San Felipe el Real fue construido en 1547 y estuvo situado en la confluencia entre la calle Mayor y la Puerta del Sol. Fue ocupado por los franceses durante la guerra de la Independencia donde se utilizó la iglesia como caballeriza. Tras sufrir un incendio en 1818, a lo que se unieron las consecuencias de la desamortización de Mendizábal, el que fuera famoso convento entró en una paulatina decadencia hasta que se ordenó su demolición en 1836.

El mentidero de San Felipe el Real fue testigo privilegiado de importantes sucesos y espacio natural para los «correveidiles» en sus casi casi tres siglos de existencia.

En su parte baja estaban las conocidas como «covachuelas», pequeñas tiendecillas donde se exponían y vendían los más variados géneros, mientras que en la parte superior se daban cita todos aquellos desocupados donde se intercambiaban noticias y comentarios de toda índole. Conocido como el principal mentidero de la villa, su escenario ha sido muchas veces mencionado en la literatura del Siglo de Oro.

Una de las mejores imágenes que nos quedan del convento de San Felipe es la recreación que realizó José María Avrial para ilustrar la Historia de la Villa y Corte de Madrid, de José Amador de los Ríos, cuya primera edición es de 1860.


En el tomo I de la saga El capitán Alatriste, del escritor y académico Arturo Pérez Reverte, en el capítulo IX, recoge y refleja de forma significativa el trasiego de información de todo tipo en las covachuelas bajo las gradas del célebre convento:
«Las gradas formaban la entrada de la iglesia, y por el desnivel con la calle Mayor quedaban elevadas sobre ésta, constituyendo por debajo una serie de pequeñas tiendas o covachuelas donde se vendían juguetes, guitarras y baratijas, y por encima una vasta azotea a la intemperie, cubierta de losas de piedra, en forma de alto paseo protegido con barandillas. Desde aquella especie de palco podía verse pasar gente y carruajes, y también pasear y departir de corro en corro. San Felipe era el sitio más animado, bullicioso y popular de Madrid; su proximidad al edificio de la Estafeta de los correos reales, donde se recibían las cartas y noticias del resto de España y de todo el mundo, así como la circunstancia de dominar la vía principal de la ciudad, lo convertían en vasta tertulia pública donde se cruzaban opiniones y chismes, fanfarroneaban los soldados, chismorreaban los clérigos, se afanaban los ladrones de bolsas y lucían su ingenio los poetas. Lope, Don Francisco de Quevedo y el mejicano Alarcón, entre otros, frecuentaban el mentidero. Cualquier noticia, rumor, embuste allí lanzado, rodaba como una bola hasta multiplicarse por mil, y nada escapaba a las lenguas que de todo conocían, vistiendo de limpio desde el Rey al último villano. [...]
Discutíanse en sus corrillos los asuntos de Flandes, Italia y las Indias con la gravedad de un Consejo de Castilla, repetíanse chistes y epigramas, se cubría de fango la honra de las damas, las actrices y los maridos cornudos, se dedicaban pullas sangrientas al conde de Olivares, narrábanse en voz baja las aventuras galantes del Rey.. Era, en fin, lugar amenísimo y chispeante, fuente de ingenio, novedad y maledicencia, que se congregaba cada mañana en torno a las once; hasta que el tañido de la campana de la iglesia, tocando una hora más tarde al ángelus, hacía que la multitud se quitase los sombreros y se dispersara luego, dejando el campo a los mendigos, estudiantes pobres, mujerzuelas y desharrapados que aguardaban allí la sopa boba de los agustinos. Las gradas volvían a animarse por la tarde, a la hora de la rúa en la calle Mayor, para ver pasar a las damas en sus carrozas, a las mujeres equívocas que se las daban de señoras, o a las pupilas de las mancebías cercanas –había, por cierto, una muy notoria justo al otro lado de la calle–: motivo todas ellas de conversación, requiebros y chanzas. Duraba esto hasta el toque de oración de la tarde, cuando, tras rezar sombrero en mano, de nuevo se dispersaban hasta el día siguiente, cada uno a su casa y Dios a la de todos».
Gradas de San Felipe - Maqueta, ca. 1948
Reproduzco un interesante pliego donde se menciona al comienzo las célebres gradas del convento. La cabecera añade el rótulo de «Romance histórico tradicional», lo que claramente no se corresponde con la realidad y firmado por un tal J. R. al que más adelante pondremos nombre.

El pliego en cuestión fue editado en Madrid en 1871 por el establecimiento tipográfico de Eduardo Cuesta.





Contextualización del pliego

Un grupo de escritores y artistas, habituales de tertulias y cafés, crearon en fecha indeterminada tras la salida hacia el exilio de Isabel II (1868), una asociación a la que denominaron Academia del Gato (por aquello de llamar «gatos» a los oriundos de Madrid, según dispersas y conocidas teorías) donde querían hacer valer su aristocrática formación de carácter elitista frente a un vulgo aficionado a cantar y coleccionar romances de dudosa calidad literaria. Por el tono usado, los integrantes de esta Academia seguramente pertenecieron al defenestrado partido moderado, fiel defensor de la monarquía destronada y valedores de antiguas tradiciones.

 Según se recoge en el texto de la conferencia que pronunció sobre dicha Academia Juan de Contreras (Marqués de Lozoya), la pretensión de la misma y el propósito de sus fundadores era:
«Desterrar de entre el pueblo los absurdos e inmorales romances, que hoy sirven de pasto a sus aficiones poéticas, extraviando su gusto y pervirtiendo sus instintos; despertar en él ideas de grandeza y de justicia con la enseñanza de los hechos que abundan en su gloriosa historia y nuestras numerosas tradiciones, y proporcionar al mismo tiempo lecturas agradables a todas las clases, resucitando, hasta donde nos sea posible, la casi extinguida afición al género más característico de la poesía nacional; tales son los únicos móviles que nos han impulsado a emprender esta publicación».
Entre sus pretensiones se encontraban la de sustituir a los romances de ciego, que embrutecían al pueblo con la historia de la Fiera Corrupia, con las hazañas de bandidos famosos o con la relación de crímenes horrendos, con otros, más correctos de forma, que enseñaran al pueblo su gloriosa historia y sus vetustas tradiciones y le ofreciesen ejemplos de heroísmo, de amor, de sacrificio. 

En el tomo segundo, conservado por el conferenciante, y con fecha de 1872, en el efímero reinado de Amadeo de Saboya, se lee:
«Escribamos para el pueblo, dijimos, recordando su historia y sus tradiciones para que se goce en ellas como se goza el anciano en los dulces recuerdos de su juventud. Despertemos en él todo el entusiasmo de sus más santas empresas para que sienta robustez en su corazón. Luchamos contra esas torpes apologías del crimen, y contra esas mal rimadas aberraciones de la fantasía, con que tan frecuentemente se le emponzoña».  
Los integrantes de esta academia decidieron utilizar los mecanismos de edición y propagación de los pliegos de cordel, junto a unas más cuidadas ilustraciones y grabados de las cabeceras, para instruir al pueblo sobre lo que consideraban como la verdadera historia de España que debería conocer el pueblo llano.

Ejemplo de ellos es el caso del pliego reproducido sobre las causas de encarcelamiento de Quevedo en San Marcos de León entre 1639 y 1643, como se nos cuenta en el pliego.

El autor, escondido bajo las iniciales J. R. corresponde a Gregorio Perogordo y Rodríguez (1840-1891). Abogado, poeta y pintor, ordenado sacerdote después de enviudar, fue fiscal de la Vicaría Eclesiástica de Madrid y rector de las Comendadoras de Santiago. Aparte de sus obras literarias, colaboró en diferentes periódicos, como «Álbum literario», «La Idea», «La Ilustración Católica», «La Familia», y otros. Utilizó diferentes seudónimos, entre ellos el de J. R. (José Roldán) utilizado en el pliego.

Las gradas de San Felipe, punto de reunión de los ciegos

En la literatura medieval española la figura del ciego mendigo o trovador, lejos de ser una invención literaria, aparece destacada. En las grandes ciudades los ciegos se asociaban en cofradías, hermandades o gremios, cuyos socios disfrutaban de una precaria previsión ante una enfermedad y defunción. Sus integrantes disfrutaban de una especie de monopolio de un comercio o actividad.

Los ciegos de Madrid, cuyas primeras ordenanzas se sitúan en 1614, disfrutaban de monopolios: la venta de gacetas, almanaques, folletines y toda clase de pliegos de pequeño formato, aparte de poder ejercer públicamente la música callejera.

Sucesivas ordenanzas fueron delimitando gradualmente los monopolios con los que disfrutaban los ciegos y favoreciendo la libertad de comercio.

En 1836, justo cuando se da la orden de la demolición del convento de San Felipe, una Real Orden disuelve la Hermandad de ciegos de la Corte y el privilegio con el que contaban los ciegos del monopolio de venta y recitados de las gacetas oficiales donde promulgaban noticias. La difusión de pliegos llevados a cabo por los miembros de la cofradía llevaba aparejado el no poder ejercer la mendicidad, aunque las infracciones ante ese punto eran sumamente frecuentes. Tras esta disposición, los vendedores de pliegos, recitadores o cantadores de los mismos, deberían someterse al nuevo reglamento y cuidar no ofender a las buenas costumbres, contrarios a la religión católica o incitadores a la desobediencia a las leyes o a la autoridad competente.

Todo esto, al igual que disposiciones posteriores, tenía por objeto el tratar de salvaguardar la moral pública, puesta en cuestión de forma exponencial en los años donde las gradas del convento fueron lugar idóneo para la propagación de todo este entramado, recurriendo a la responsabilidad moral de editores, vendedores y recitadores que, obviamente, apenas se tenía en cuenta.

Las gradas de San Felipe, fue un lugar de encuentro durante toda su existencia de esta circulación de pliegos y noticias. En sus covachuelas no solo se podían encontrar toda clase de impresos, sino que se hallaban a la venta libros de temática variada, como estos ejemplos de folletos donde se recogían pronósticos y noticias compuestas por «El pequeño piscator de Salamanca» o Juan de Quevedo, seudónimo de Diego de Torres Villarroel, controvertido personaje salmantino caracterizado en sugerentes líneas en el estudio de Guy Mercadier, Diego de Torres Villarroel. Masques et miroirs, Editions Hispaniques, París, 1981, pág. 3.
«Astrólogo, curandero, matemático, bailarín, sacerdote, compositor, guitarrista, flautista, bordador de tapices, pantuflas y casullas, administrador de bienes, sacristán, bufón, poeta, dramaturgo, hagiógrafo, geólogo, novelista, geómetra, meteorólogo, almanaquero, universitario, teólogo y moralista, físico, maestro apicultor, hidrólogo, panfletista, autobiógrafo: ésta son las facetas más notables que Diego de Torres ofrece al lector de los 14 volúmenes de obras que reunió en 1752».


















©Antonio Lorenzo

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