lunes, 4 de febrero de 2013

'Más orgullo que don Rodrigo en la horca'



El pliego de cordel que comento en esta entrada se refiere a don Rodrigo Calderón, marqués de Siete Iglesias, conde de La Oliva de Plasencia, etc., cuyo ajusticiamiento ha dado pie supuestamente a la expresión ‘Tener más orgullo que don Rodrigo en la horca’, frase que no parece corresponder a la realidad, pues Rodrigo Calderón no fue ahorcado sino degollado. Sobre el citado dicho volveremos al final.

La azarosa vida de don Rodrigo se desarrolla en pleno reinado de Felipe III, en el marco de un Imperio en el que el monarca se inhibe de sus funciones de gobernante y delega sus funciones en un valido o primer ministro ambicioso que actúa por cuenta propia sosteniendo a la monarquía frente a enemigos exteriores y a la corrupción interior.

Rodrigo Calderón nació en Amberes alrededor de 1570, hijo natural del capitán de los Tercios de Flandes Francisco Calderón y de una noble alemana de origen español llamada María de Aranda. Tras la muerte de la madre, cuando contaba unos 5 años, se traslada con su padre a España, donde éste contrae nuevas nupcias, y coloca a Rodrigo como paje del Vicecanciller de Aragón. En breve pasa a formar parte como paje al servicio del duque de Lerma, primer ministro y valido de Felipe III. Poco a poco fue ganando la confianza del duque y ocupando puestos de mayor importancia, como Ayuda de cámara del rey y, posteriormente, Secretario de la misma Cámara.

Lerma presentó a su protegido a una noble extremeña, doña Inés de Vargas Carvajal, Señora de la Oliva, con quien se casó en marzo de 1601 y con la que tuvo cinco hijos. Felipe III regaló a Rodrigo por su matrimonio la Encomienda de Ocaña y el hábito de Santiago. Con gran prontitud fue adquiriendo títulos, fortuna y dignidades, así como pinturas (varias de Rubens, al que conoció en Valladolid en 1603), armas, joyas, caballos y toda clase de riquezas.

Rubens, La adoración de los magos. Museo del Prado. Anteriormente de Rodrigo Calderón

Sus delirios de grandeza y su ambición desmedida llegaron a tal punto que hasta se cuenta que en ciertos momentos renegó de su propio padre, simple capitán de los Tercios, y urdió una historia donde se proclamaba hijo del mismo duque de Alba, fruto de la relación que mantuvo en Flandes con su madre. Este intento de defender la hidalguía de su protector se recoge en la novela ‘La pícara Justina’ (Medina del Campo, 1605) atribuida a Francisco López de Úbeda, médico y amigo de Rodrigo a quien dedica el libro.


Poco a poco fue ganándose enemigos entre los nobles y entre una gran parte de la Iglesia, siendo víctima de numerosas intrigas palaciegas que trataban de indisponer a Rodrigo con la propia reina. La muerte de la reina por sobreparto en octubre de 1614 fue el detonante aprovechado por sus enemigos para acusarle de ser el causante promotor de la desgracia. El rey, no obstante, le envió en misión diplomática a Flandes para alejarle de la Corte y le concedió el título de marqués de Siete Iglesias.

Las intrigas para apartarle del favor del rey fueron acrecentándose por el duque de Uceda, hijo de su mentor el duque de Lerma, y sobre todo por el conde-duque de Olivares, junto a la complicidad de los religiosos confesores del rey.

El que fuese valido de Felipe III y protector de Rodrigo, el duque de Lerma, ya viudo y sospechando lo que se avecinaba decide abrazar la carrera eclesiástica y, por intercesión real, el Papa le nombra cardenal de la Santa Iglesia Católica Apostólica y Romana, dignidad ésta que le otorgaba el privilegio de la inmunidad. Alejado de la corte (1618), Lerma permanecerá intocable por ser un príncipe de la Iglesia, habiéndose llevado las riquezas amasadas y expoliadas al Erario Público. Fallecería en 1623, aunque no pudo sustraerse a la sátira que le dedicó el conde de Villamediana:

  Para no morir ahorcado
  el mayor ladrón de España,
  se vistió de colorado.

Al retirarse Lerma de la vida pública, dejando desprotegido a quien fue su hombre de confianza, Rodrigo  se instala en Valladolid, pudiendo haberse salvado de su inmediata detención si hubiese hecho caso a los vaticinios de una monja del monasterio de Porta Coeli (convento del que fue gran protector), en el sentido de que era mejor que se mantuviese quieto y esperase la sentencia de la justicia.

Su vertiginoso declive político y personal comienza en febrero de 1619 con su encarcelamiento en el castillo de la Mota, en Medina del Campo y posteriormente en Montánchez (Cáceres), luego en Santorcaz (Madrid) y finalmente en la capital madrileña. Los motivos de su encarcelamiento pasan por las acusaciones de prácticas de hechicería, de su complicidad en la muerte de enemigos y por las sospechas sobre el envenenamiento que acabó con la vida de la propia reina Margarita de Austria.

La clemencia y el perdón real que anhelaba por parte del monarca Felipe III nunca llegó, pues el monarca falleció en marzo de ese mismo año, lo que parece ser que hizo exclamar a Rodrigo: ‘el rey es muerto, yo soy muerto también’.

A los pocos meses de subir al trono Felipe IV, Rodrigo no pudo librarse de su dramático final y fue  degollado en la Plaza Mayor de Madrid el veintiuno de octubre de 1621.




















A raíz del proceso y de la muerte del que fuera poderoso e influyente marqués, su vida fue despertando paulatinamente una creciente admiración, transformando su mala imagen y convirtiendo a su figura en una especie de víctima, acrecentando así una simpatía y un aprecio del que no gozó en vida.


Años después de su muerte, las monjas de Porta Coeli en Valladolid, convento del que fue patrón don Rodrigo, pidieron el traslado del cuerpo, y allí se conserva momificado e incorrupto, como puede verlo quien tenga interés a través del siguiente enlace:

http://vallisoletvm.blogspot.com.es/2010/04/la-momia-de-don-rodrigo-calderon.html

Estatua orante de don Rodrigo Calderón


Literatura

En vida de Rodrigo Calderón circularon numerosísimas sátiras políticas e invectivas contra él y contra su mentor el duque de Lerma, como las dedicadas por el conde de Villamediana, donde en una de sus sátiras expresa su indignación ante el éxito social de alguien que salió de la nada y alcanzó altas cimas de poder.

                Que venga hoy un triste paje
                a alcanzar la señoría
                y a tener más en un día
                que en mil años su linaje,
                bien será señor se ataje;
                que es grandísima insolencia
                que venga a ser excelencia
                un bergante, ¡gran locura!,
                si su majestad lo apura,
                tendrás, Calderón, pendencia.

Las críticas de sus coetáneos le tachan de un individuo sin escrúpulos y capaz de todo para conservar sus privilegios y cargos.

El tono general de los siete romances incluidos en este pliego, editado en Barcelona por los herederos de la viuda Pla sin que figure el año, tiende a despertar la compasión por el ejecutado, sin detenerse a juzgar los actos que hizo en vida, salvo el reconocimiento de Rodrigo en el segundo romance sobre su responsabilidad en numerosos crímenes, pero negando su culpabilidad en la muerte de la reina. Se aprecia una trasmutación de compasión en alivio ante el desenlace feliz por la muerte como camino de salvación para alcanzar la verdadera felicidad, muy a tono con la mentalidad barroca. Los pliegos que se conservan sobre Rodrigo Calderón tratan su figura con benignidad, a medida en que su castigo se iba prolongando y endureciendo. Los romances que se le dedicaron son clara copia de los dedicados en su día a don Álvaro de Luna, valido de Juan II de Castilla, decapitado en Valladolid en 1453.

Observando en conjunto, tanto en estos como en otras composiciones sobre la muerte de Calderón, apreciamos la focalización en la gran devoción mostrada por don Rodrigo y la valentía y serenidad a la que se enfrenta y su estoicismo ante la desgracia, que contrasta con las invectivas en las que se vio envuelto en su vida pública.

La vida y muerte de Rodrigo Calderón inspiró sendas obras teatrales en el siglo XIX, en clave de dramas históricos tan del gusto romántico, como Don Rodrigo Calderón o la caída de un ministro (1841) de Ramón de Navarrete y Landa o Un hombre de Estado (1851) de Adelardo López de Ayala. El interés por su biografía alcanza fechas recientes del siglo XX y aún del XXI, como protagonista de sendas novelas históricas Don Rodrigo Calderón: entre el poder y la tragedia (1997) de Federico Carrascal, con una cierta condescendencia a su figura como víctima de las circunstancias que le tocó vivir o Del sitial al cadalso: crónica de un crimen de estado en la España de Felipe IV (2003) de Manuel Vargas-Zúñiga, donde Rodrigo aparece como víctima de una conspiración dirigida y protagonizada por Olivares. Muy reciente es también Rodrigo Calderón. La sombra del valido (2009) de Santiago Martínez Hernández.

Resumen

Si hacemos un balance desde una perspectiva actual sobre Rodrigo Calderón la apreciación general sobre su figura es la de que fue en gran medida una víctima propiciatoria que sirvió para calmar las tensiones sociales de su época y la desastrosa situación económica. Un juicio actual sobre su figura rebasa lo puramente histórico y anecdótico, siendo necesario abrir el campo de investigación hacia otros aspectos de índole psicológica, sociológica, etc., aparte de los puramente literarios.

La expresión ‘Tener más orgullo que don Rodrigo en la horca’

El escritor navarro José María Iribarren, en El porqué de los dichos (1955), obra de la que manejo una 5ª edición, Gobierno de Navarra, 1993, comenta a propósito de esta expresión que alude a la serenidad y a la entereza de la que dio muestras en el patíbulo Rodrigo Calderón, que anteriormente ya existía en castellano el refrán ‘Tiene más fantasía que Rodrigo en la horca’, según da noticia el erudito Julio Monreal. Pudiera ser que dada la coincidencia entre el antiguo refrán y lo acontecido con don Rodrigo Calderón tiempo después, se asociara con este personaje. Iribarren también se decanta por esta explicación al comentar que Rodrigo no murió en la horca, sino degollado. Sea como fuese, la frase ha hecho fortuna y se asocia a la altivez que mostró en el cadalso el Marqués de Siete Iglesias.

Antonio Lorenzo