lunes, 17 de septiembre de 2018

Toma del castillo de Segura por Espartero en 1840


La imagen que encabeza esta entrada está tomada del libro de Dámaso Calbo y Rochina de Castro: Historia de Cabrera y de la guerra civil en Aragón, Valencia y Murcia, Madrid, Establecimiento tipográfico de Vicente Castelló, 1845.

Otra imagen del castillo de Segura, y que reproduzco a continuación, está sacada del libro de Antonio Pirala Criado (1824-1903): Historia de la guerra civil y de los partidos liberal y carlista. 2ª ed. aumentada con la Regencia de Espartero. Madrid, Mellado, 1868-71, 6 tomos.


Para ampliar el recorrido de imágenes entresacadas de libros añado esta otra, cuyos autores se autodefinen como una Sociedad de ex-milicianos de Madrid: Vida militar y política de Espartero, Sociedad tipográfica de don Benito Hortelano, Madrid, 1845.


Parece evidente que la primera ilustración poco tiene que ver con las dos siguientes, que muestran un mayor parecido. La primera puede ser fruto de la imaginación del ilustrador, pero todas ellas no dejan de tener interés, puesto que despiertan la imaginación de los lectores como referentes visuales descriptivos de las sucesivas conquistas de las tropas realistas de Espartero sobre las fortificaciones ocupadas por Cabrera en la primera guerra carlista (1833-1840).

El castillo de Segura, en la población de Segura de los Baños (Teruel), se alza sobre un escarpado cerro en la comarca conocida por las Cuencas Mineras, entre los valles de los ríos Aguasvivas y Martín. El castillo, como parte de las línea de fortificaciones fronterizas aragonesas, fue protagonista de numerosos episodios y asaltos. Uno de ellos fue precisamente la toma de Segura por las tropas realistas de Baldomero Espartero en medio de unas difíciles condiciones meteorológicas. Tras su asalto con el decisivo concurso de la artillería dejó prácticamente en ruinas el castillo tal y como lo conocemos en la actualidad.

Foto actual del castillo de Segura por Luis Puey Vílchez
Para contextualizar el asalto y toma del castillo de Segura, extraigo del tomo sexto del libro citado de Pirala la descripción de los acontecimientos:
"...Se estableció el sitio, á pesar del temporal de lluvia y nieve; se levantaron cinco baterías bajo los tiros del fuerte; rompieron el fuego y los destrozos que causaron hicieron conocer a los carlistas lo inútil de su temeraria resistencia. Reunió Méndez en la noche del 26 a los jefes y oficiales, y pidieron capitulación en la mañana del 27, San Baldomero: contestó el duque verbalmente que se entregasen á discreción, ofreciéndoles la vida que de otro modo perderían en el asalto; mediaron algunas contestaciones, les permitió generosamente que salvaran sus equipajes; aceptaron, y penetrando en Segura las tropas del duque, cogió éste la bandera del primer regimiento de la Guardia, y colocándola en la torre del homenaje, exclamó: —«Soldados: el pendón de Castilla vuelve á tremolar sobre los muros que un momento ha servían de asilo á la rebelión. Tan hermoso triunfo solo es debido á vuestro valor y sufrimiento. La reina cuenta de hoy más con un obstáculo menos para la paz. «Valientes camaradas: viva la Constitución; viva la reina!.»
Una guarnición de cerca de trescientos hombres, seis piezas, ochenta mil cartuchos y una gran cantidad de pólvora, valerío y víveres quedaron con el castillo de Segura en poder de los vencedores, que solemnizaron a la vez el día del santo de su jefe con un banquete. En vano estaba inscrito en las murallas: Segura siempre será Segura, o de Ramón Cabrera la sepultura. Así lo creían, y fué por lo mismo grande la disminución de la fuerza moral de los carlistas.
El jefe vencedor dirigió aquel mismo día a sus soldados una alocución, en la que después de manifestarles lo convencido que estaba de su constancia, de su sufrimiento, de su pericia, valor y disciplina, sin lo cual no se hubiera resuelto en el rigor del invierno y sobre las terribles rocas de la sierra de Segura á desafiar los elementos, ni hubiera conseguido que la bandera de Isabel II y de la Constitución de 1837 tremolase en las almenas de la torre del homenaje, terminaba diciendo: «Soldados, habéis contraído un nuevo mérito que la nación y la reina sabrán premiar debidamente. Yo cada vez estoy más complacido de vuestro bizarro comportamiento: os doy las gracias más expresivas, y me atrevo á predeciros que la presente campaña con la toma de Segura será tan feliz en Aragón, Valencia y Cataluña, como lo fue la anterior en las provincias del Norte, después de la toma de Ramales y Guardamino. Así veremos pronto afianzada la paz general, y satisfechos de no haber omitido ningún sacrificio por conquistarla, disfrutaremos con orgullo de sus beneficios y de la ventura de que es tan digna esta nación magnánima. Tales son los votos y deseos de vuestro general»".
Tras el intercambio de prisioneros se acordó el trato que se había de otorgar a los derrotados, no solo en esta ocasión, sino en general. Creo de interés el reproducir las disposiciones acordadas por el entonces gobierno de Lérida de ese año para permitir el regreso de los vencidos e indultados a otros lugares, eso sí, tras prometer fidelidad a la Constitución (1837) y a la reina Isabel II y "sin indicios de pérfidas intenciones".


Tras la conquista de la plaza de Segura, Espartero se dirigió a Castellote, importante reducto carlista situado en un monte más empinado y con excelentes fortificaciones defensivas. El propósito del general era ir descomponiendo poco a poco la línea de fortificaciones de los carlistas. De esta forma, tras la toma de Segura fueron cayendo Castellote, Aliaga, Cantavieja y Morella. Conquista esta última que prácticamente puso fin a la primera guerra carlista obligando a Cabrera a pasar a Cataluña.

Castillo de Castellote según la citada obra de Pirala

Vista de Castellote según el libro de Calvo y Rochina

Vista del castillo de Aliaga según el libro de Calvo y Rochina
El pliego, editado por la imprenta leridana de Buenaventura Corominas (de intensa y azarosa vida, fallecido en 1841), e ilustrado con tacos de madera antiguos y ampliamente reutilizados, añade la siguiente nota final: "Es propiedad de don Francisco Logroño, cabo primero de la Tercera Compañía de Ingenieros quien perseguirá ante la ley al que lo reimprima sin permiso".





©Antonio Lorenzo

miércoles, 12 de septiembre de 2018

Barcelona ofrece una corona de oro al general Espartero (1840)


Sorprendentes láminas, de no conocer los cambiantes avatares políticos del siglo XIX, donde se conmemora la entrada triunfal del general Espartero en Barcelona el día 30 de agosto de 1840, tras cumplirse un año de la firma del llamado Abrazo o Convenio de Vergara (31 de agosto de 1839), que dio fin a la Primera Guerra Carlista. Dicho tratado, firmado por el general Espartero del bando isabelino y el general carlista Maroto, se confirmó y se recuerda por el abrazo que se dieron ambos ante las tropas de uno y otro bando.

La ciudad de Barcelona, conmemorando el año de la firma de dicho tratado, ofreció en agradecimiento al general monárquico una corona de oro en medio de grandes fastos y de un culto extremo a su persona, como representante del "orden constitucional" establecido en la Constitución de 1837. Litografías, cuadros, postales, estampas, carteles, pitilleras y hasta obras de teatro, fueron algunos de los muchos productos de exaltación a su persona.

Dos años más tarde, el propio Espartero daba la orden de bombardear a la entonces "agradecida", constitucionalista y monárquica Barcelona, debido, entre otras causas, a las insurrecciones populares y a la crisis del sector algodonero, que fueron reprimidas con extrema dureza. A Espartero se le atribuye la ominosa y famosa frase: "A Barcelona hay que bombardearla al menos una vez cada cincuenta años".

Bombardeo de la ciudad de Barcelona desde Montjuic en 1842
La poesía popular contenida en los pliegos de cordel no hay que entenderla en todos los casos como expresión o representación de un espíritu colectivo, pues, como ocurre en casi todos los ámbitos, obedece a circunstancias cambiantes según fueran desarrollándose los acontecimientos. Este es el caso de la exaltación de la figura de Espartero, considerado entonces como el "pacificador de España" según aparece en numerosos pliegos de la época.

Reproduzco dos láminas: la primera, distribuida por la barcelonesa librería de Juan Llorens, donde dice ofrecer "curiosa y exacta relación de la pompa y ceremonias de la entrega" de la corona al duque de la Victoria; y la segunda, en parecido tono laudatorio, distribuida por la barcelonesa librería de José Lluch de la calle de la Libretería.





©Antonio Lorenzo

sábado, 8 de septiembre de 2018

Sucesos extraordinarios: El naufragio del buque William Nelson en 1865

Ivan Aivazovsky (1817-1900) - Naufragio (1854)
Pliego de cordel donde se recoge el terrible naufragio e incendio que sufrió el buque estadounidense William Nelson el 26 de junio de 1865.

Aunque en el pliego se ofrece una descripción fidedigna del suceso, creo de interés el reproducir el extenso y pormenorizado informe del capitán de uno de los buques que colaboraron en su ayuda (el buque de vapor Lafayette) que recogió el New York Times en su edición del día 27 de julio de 1865, de la que extraigo, por su detallada descripción del suceso, todo lo que sucedió.
La operación (de cubos de alquitrán y hierros al rojo vivo, preparados para fumigar el buque) casi se completó alrededor de las 12:30 en punto, cuando el último cubo de alquitrán estalló en llamas, y el alquitrán hirviendo fluyó sobre la cubierta en el centro de la nave, quemando gravemente al carpintero y al marinero que estaba ayudando. El barco inmediatamente se incendió. La cubierta intermedia estaba entonces, como puede imaginarse, llena de humo, y el alquitrán encendido que había caído en la cubierta fluía con el balanceo del barco debajo de la cama de uno de los emigrantes, prendiéndole fuego. En un instante, las llamas se extendieron a todas las otras camas de proa a popa, haciendo imposible que los hombres hicieran algo para extinguirlas. Incluso antes de que pudieran alcanzar la cubierta, inmensas columnas de llamas se elevaron a través de la escotilla, y alcanzando las hojas de la vela mayor (toda la vela estaba puesta en ese momento) envolvió el mástil principal con la rapidez del rayo. En un abrir y cerrar de ojos, todas las velas del mástil principal estaban en llamas, así como el aparejo. El Capitán inmediatamente ordenó a una parte de la tripulación que preparara los barcos, para salvar a tantos pasajeros como fuera posible, y el resto para cerrar los respiraderos y las escotillas. Esto apenas se hizo cuando varios hombres, formados en parte por marineros y en parte por emigrantes, formaron una cadena de proa a popa, para pasar baldes de agua, que se vertieron por la escotilla principal, de donde salió una columna de fuego. Las bombas también se pusieron a funcionar. Hasta ahora, la disciplina y el buen orden se habían mantenido. El fuego, sin embargo, hizo un progreso tan rápido arriba y abajo que el Capitán consideró que era su deber bajar los botes inmediatamente. Pero ahora un pánico general se apoderó de los desafortunados pasajeros, todos ellos arrojándose sobre los barcos, que, por su cantidad, era completamente imposible de evitar. Una vez que había tocado el agua, varios emigrantes la habían volcado y ella había saltado dentro de ella. Los que no sabían nadar casi se ahogaron. Sin embargo, cuatro marineros que también estaban en el agua lograron, con mucho riesgo, enderezar el bote y llevarlo de nuevo al costado del barco, y luego salvó a algunos de los desafortunados hombres que luchaban en el agua. Pero mientras el bote seguía junto a otros emigrantes, saltó sobre él, y nuevamente la volcó por segunda vez. Los marineros pudieron volver a enderezarlo y subieron a bordo a tantos pasajeros como pudieron. El propio Capitán ayudó a bajar el lanzamiento, y el segundo oficial, el único marinero que ingresó, tuvo la suerte de salvar a varios pasajeros de la cabina, entre otros, siete mujeres y cuatro niños, uno que no tenía tres meses. Los otros dos barcos fueron bajados con muchos problemas. El más grande contenía no menos de treinta y cinco pasajeros, con seis tripulantes, algunos de los cuales se metieron en otro barco menos cargado, dejando a dos para gobernar. El último barco, con el mismo número de marineros y lleno de emigrantes, logró liberarse de aquellos que, tratando de saltar del barco, cayeron al agua y nadaban a su alrededor. Es milagroso que no se volcó en los esfuerzos que las pobres criaturas hicieron para subir a bordo. Mientras tanto, el Capitán, viendo que no podía hacer nada más para salvar el barco, ordenó al resto de la tripulación, unos quince hombres, tirar por la borda todo lo que flotaría: palos, tablones, barriles, etc. Todos fueron atados juntos, para formar una especie de balsa, a fin de salvar tantas vidas como fuera posible. Esto apenas terminó cuando los infelices pasajeros que seguían a bordo, perdiendo la cabeza, se arrojaron sobre él en gran número, seguidos de varios marineros que llenaron el aire de desesperados gritos. Otros a bordo del barco se precipitaron alocadamente de un extremo a otro de la cubierta y, al entrar en la cabina, rompieron los muebles y los arrojaron al agua.
La confusión que ahora reinaba estaba más allá de todo lo que era posible concebir. El tumulto fue tal que fue imposible para el Capitán hacerse oír, aunque dio órdenes reiteradas y trató de detener el pánico. Esto tuvo lugar aproximadamente media hora después de que estalló el incendio. En este momento, de 130 a 150 emigrantes habían logrado subirse a los botes junto al barco, aunque había muchos luchando en el agua, cuando los mástiles superiores, con sus patios, etc., ardiendo, repentinamente cedieron y cayeron sobre ellos. , matando a muchos a la vez y arrojando a los otros al mar. Los gritos de los heridos y los ahogamientos fueron terribles. Las palabras son impotentes para dar una idea de los horrores de la escena. Los desafortunados que aún estaban a bordo del barco, en su gran terror, rodearon al Capitán y a los marineros, aferrándose a ellos y suplicándoles que los salven. Pero no podían hacer nada. Algún tiempo después, el fuego entre las cubiertas ganando la cubierta superior y los mástiles, un nuevo pánico estalló entre ellos, y viendo que su única posibilidad de seguridad era subir a la balsa, las pobres criaturas lucharon entre ellos para alcanzarla. Varios cayeron al agua y se ahogaron; otros lograron llegar a la balsa, pero no escaparon a su destino, porque el palo mayor cayó sobre ellos unos minutos después, y aplastó a varios hasta la muerte. La misma escena espantosa fue presentada de nuevo. Entonces solo el segundo oficial y algunos miembros de la tripulación saltaron por la borda. Siendo buenos nadadores, se dirigieron hacia los botes, a cierta distancia, y tuvieron la suerte de llegar hasta ellos, y aún más cuando los ocuparon. Después de estos lamentables y horribles eventos, hubo uno aún más terrible que tuvo lugar. Aproximadamente dos horas después de que estalló el incendio, una parte de la cubierta, completamente socavada, cayó, y un gran número de emigrantes se precipitaron de cabeza en el horno ardiente debajo. Fue algo horrible ver las llamas saltando de este abismo; el calor era sofocante y era imposible permanecer más tiempo a bordo. Algunos pasajeros saltaron al mar, y con ellos a los marineros restantes, algunos de los cuales se supone que se ahogaron. Las cuerdas que mantenían unida a la balsa se quemaron, se partió en dos, con muchas personas aferrándose a los tablones, y muchas debajo. El Capitán, viendo la absoluta imposibilidad de hacer cualquier cosa para salvar a los que todavía estaban a bordo, y no poder permanecer con ellos más tiempo, saltó por la borda, y viendo nadar dos botes a gran distancia, nadaron hacia ellos. Después de nadar durante tres cuartos de hora, junto con dos marineros que lo siguieron, finalmente fueron percibidos y reconocidos por los emigrantes, quienes, con la mayor humanidad, se dirigieron hacia ellos y, a riesgo de zozobrar y ahogarse, los recogió en un estado de agotamiento casi total. El Capitán tomó el mando de los dos barcos e inmediatamente se dirigió hacia el barco, para ver si, con los palos flotando, podían hacer una balsa para salvar a los que se aferraban a varios objetos y a los que colgaban del bauprés (palo grueso de la proa) del barco.
Pero no se pudo hacer nada. Sin embargo, permanecieron cerca del barco en llamas hasta las 3 AM, cuando ella se hundió, llevando con ella al resto de las pobres criaturas a bordo. Los barcos luego se dirigieron NNW (norte-noroeste). No había agua a bordo de ninguno de ellos.
Durante todo este tiempo, el mar estaba afortunadamente tranquilo, porque de haber surgido la más mínima brisa, inevitablemente todos habrían perecido, los barcos habían sido cargados casi hasta la orilla del agua. Los náufragos continuaron su camino hasta las 5 PM, y luego fueron vistos y salvados por el vapor Lafayette.
El tercer bote fue recibido por buque ruso de tres palos Ilmari, con el que habló Lafayette la misma noche. A petición del Capitán Bocande, el Capitán de Ilmari trasladó a sus náufragos al Lafayette, que tenía a bordo a las 42 personas cuya llegada al Havre el 6 de julio ya es conocida.
El Mercury recogió a la tripulación del cuarto barco, respetando de quién se sintió tanta ansiedad, el 24 de junio. El Capitán del Mercury permaneció durante varios días, y luego navegó por los alrededores del desastre, vigilando los astilleros, con la esperanza de rescatar a otros de los náufragos. Un hombre, y posteriormente una mujer y tres hombres fueron recogidos.
Este es el cuarto servicio del tipo que el Capitán del Mercury tuvo la suerte de proporcionar a las tripulaciones naufragadas. Entre otras recompensas, ha recibido un cronómetro de oro del gobierno inglés por haber salvado a 454 hombres del vapor persa, naufragado por el mal tiempo. Entre los 43 hombres a quienes rescató del William Nelson hay cinco mujeres y cinco niños, de los cuales uno, nacido a bordo del William Nelson, es un bebé, con catorce días de nacido. Este bebé y su hermana, de tres años, son los únicos sobrevivientes de toda una familia a bordo. En la primera alarma, los dos niños fueron colocados por sus padres en uno de los botes recogidos posteriormente por Lafayette. Los padres después se esforzaron por unirse a ellos nadando, pero se ahogaron. El pequeño huérfano fue cuidado cuidadosamente por una mujer joven, de 19 años, quien desde entonces no ha dejado su cargo. Otro bebé, de doce meses de edad, es el único superviviente de una familia de padre, madre y siete hijos. Dos niños holandeses, uno 12 y el otro de 13 años, han perdido a su padre y madre. Otro muchacho de 18 años está en el mismo caso. Su padre, que ha perecido, tenía a bordo 27.500 francos en oro, toda su fortuna.
El pliego fue impreso en Barcelona en el taller de Juan Llorens el mismo año del suceso (1865).



©Antonio Lorenzo