sábado, 25 de abril de 2020

Trobos discretos para amar, querer y despreciar


Adjunto un pliego con un surtido de trovos que pueden utilizarse como recurso para amar, querer y despreciar. No cabe duda de que se intenta abarcar en poco espacio todo un proceso y recorrido.

Está editado en Madrid por la «imprenta que fue de la viuda de Lopez». De esta imprenta carecemos de datos fiables, aunque si cotejamos su colofón con otros pliegos se observa que su periodo de impresión se sitúa en el primer tercio del siglo XIX.

Si fuese la viuda de Plácido Barco López, sabemos que, tras la muerte de su marido en 1803, heredó su imprenta y trabajó en su establecimiento en la calle de la Cruz durante el primer cuarto del siglo XIX. Editó también obras religiosas, como catecismos, libros de oraciones o sermones.

Los datos anteriormente reseñados son hipotéticos y a falta de una comprobación más fidedigna. La escasa consideración social de la mujer en aquellos años hace que resulte difícil indagar sobre su grado de implicación en el mundo del libro tras el fallecimiento de su marido y a la escasez de datos sobre ellas. Sin embargo, tanto su gestión, como su implicación y el buen desarrollo de los conocimientos adquiridos, resultaron en no pocos casos favorables al desarrollo del negocio.





©Antonio Lorenzo

sábado, 18 de abril de 2020

Santísimo desposorio de Cristo, convidados y regalos recibidos


El desposorio místico es tema recurrente en la literatura religiosa y en la pintura. Lo que no es nada frecuente es el desposorio de Cristo con la misma Cruz de su martirio, ni mucho menos que aparezcan en el pliego extemporáneos invitados a la boda y los regalos que ofrece cada uno. Obviamente, se trata de un texto alegórico del que creo encontrar sus raíces en algunas representaciones teatrales recogidas en los Autos Sacramentales que, como comentaremos más adelante, fueron prohibidos según Real Orden por el entonces rey Carlos III el año 1765.

Se entiende como matrimonio místico la unión espiritual entre Dios y un alma que ha purgado todas sus culpas o se encuentra en proceso hasta encontrarse plenamente purificada. Este proceso, obviamente, depende de la valoración y misericordia divina.

En estos desposorios místicos es el Dios Padre quien escoge la novia para su Hijo. Cristo alude a esto cuando dijo: «Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere» (Juan 6:44). Reiterando este punto se añade diciendo: «Por eso os he dicho que ninguno puede venir a mí, si no le fuere dado del Padre» (v. 65).

De estas uniones o matrimonios espirituales se conoce una abundante literatura mística, así como representaciones pictóricas. Recordemos, entre otros, las uniones místicas de Dios con Santa Rosa de Lima, Santa Catalina de Siena o con Santa Teresa de Jesús y la curiosa «transverberación» de su corazón, experiencia mística de fuego y herida, donde un ángel introduce una flecha en su corazón dejándola abrasada de amor.

Transverberación del corazón de Santa Teresa - Estampa de Corneille Galle, S. XVII
Siguiendo la tradición, nuestro pliego recoge la idea de que es la ciudad de Jerusalén la elegida por Dios Padre para casarse con su Hijo y que en sus paseos por la ciudad conoció a la que sería su esposa: la Santa Cruz. Ya en el Apocalipsis se recoge la idea de que la Nueva Jerusalén es la novia de Cristo: «Y yo Juan vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su marido» (Apocalipsis 21:2). En diversos textos recogidos en la Biblia se insiste en que la verdadera esposa de Cristo es la Iglesia simbolizada en Jerusalén.

Pero lo que otorga un sentido especial a este pliego no es tanto lo que nos cuenta, que no es poco, sino su interesante paralelismo estructural que creo identificar con aspectos del teatro religioso tradicional, y más concretamente con algunos autos sacramentales.

Pero antes de deslizarnos por este batiburrillo o entramado teológico, considero conveniente dar paso al pliego, editado en Barcelona en la segunda mitad del siglo XVIII, antes de comentar algo sobre su contenido y sus hipotéticas relaciones estructurales.





Este devoto romance nos cuenta cómo Cristo (el hijo del Padre Eterno, el Dios verdadero) bajó a Jerusalén, y discurriendo por sus calles se enamoró de una dama que resultó ser la Santísima Cruz, a la que cortejó con músicas y paseos dando noticia de ello al Padre Eterno. Aceptado el desposorio de forma simbólica entre los representantes del cielo y la tierra, se eligió como escribano para dar cuenta de la boda al mismísimo Santo Tomás de Aquino y por testigos a los cuatro evangelistas para que certificaran la disposición del novio a morir para la redención de los pecados. Abundando aún más en lo extemporáneo y anacrónico, el romance nos ofrece una acreditada relación de los simbólicos regalos ofrecidos por los invitados a la boda que actualizo y resumo en la siguiente tabla:
San Juan
El Cordero
San Pablo
La espada
San Pedro
Las llaves
San Andrés
El aspa
San Bartolomé
El pellejo
San Simón
La sierra
San Mateo
El hombre
San Lucas
El toro
Santiago
El romero
Santo Tomé
La leña
San Lorenzo
Las parrillas
Santo Domingo
El rosario
San Diego
La Cruz
San Agustín
La Iglesia
San Telmo
La nave
San Sebastián
Las saetas
San Buenaventura
El silencio
San Francisco
Las llagas
San Luis
Corona y cetro
San Juan de Dios
El corazón
San Jerónimo
Su pecho
San Elías
El montante
San Eliseo
La profecía
San José
La vara y la flor
San Miguel
El peso
San Nicodemo
El entierro
Las tres Marías
Su visita
Un antecedente alegórico y poco conocido creo hallarlo en el auto sacramental de Joan Timoneda, dramaturgo y librero valenciano, bajo el título Los desposorios de Cristo. Este auto sacramental enlaza con una tradición poética que guarda igualmente una relación estructural con el Auto del Nacimiento de don Gómez Manrique, en el sentido de que son los pastores quienes presentan sus regalos al Niño recién nacido simbolizando, en una lograda y poética antítesis, el gozo del Nacimiento con lo profético de su posterior Pasión. En dicho auto, los pastores ofrecen al Niño instrumentos claramente asociados a la Pasión: el cáliz, la soga, los azotes, la corona, los clavos, la lanza, etc. 

Esta habilidad poética de sintetizar y contraponer dos momentos cumbres de la vida de Jesús lo encontramos, como digo, en la referida obra llamada Los Desposorios de Cristo de Timoneda, pero utilizando otros recursos más alegóricos, pues entre los invitados a la boda aparecen, entre otros, el Nuevo y el Viejo Testamento, la Vida Activa y Contemplativa o la propia esposa representada por la Naturaleza Humana. Textos alegóricos donde se encarnan dos poderes enfrentados: el bien y el mal.


Esta obra de Joan Timoneda se inspira de una forma bastante libre en el capítulo veintidós del evangelio de Mateo, donde el Rey Divino, que es el Dios padre, autoriza su hijo Jesús para casarse con la Naturaleza Humana para su redención.

En el soberbio y documentadísimo prólogo de Eduardo González Pedroso (1822-1862), recopilador de Autos Sacramentales, desde su origen hasta fines del siglo XVII, aparecido en 1865 tres años después de su fallecimiento, nos ofrece todo un espléndido recorrido por las representaciones de estos autos, que fueron prohibidos en 1765.

Prohibición de representar Autos Sacramentales (1765)

Los autos sacramentales se consideran a modo de dramas sagrados, en un solo acto, con la primitiva finalidad de ensalzar el sacramento de la Eucaristía y que se representaban el día del Corpus. Por extensión, se denomina así a toda representación de episodios bíblicos con personajes alegóricos como la Avaricia, los Pecados, la Naturaleza, etc.

Tras el Concilio de Trento numerosos autores consagrados como Calderón o Lope, escribieron autos sacramentales concebidos para consolidar el ideario de la Contrarreforma. La prohibición de representarlos, según Orden dada por Carlos III, no afectó propiamente a estos autores consagrados, sino solamente a aquellos que no contaban con el beneplácito de poseer un pensamiento ilustrado, como ostentaba el canario Clavijo y Fajardo o Nicolás Fernández de Moratín, quien sostenía que estos autos de corte más popular eran manifestaciones de una devoción pueril, de composiciones absurdas y de «haber alimentado la equívoca devoción del vulgo, haciendo cada vez más difícil la reforma de nuestro teatro». Los intentos sucesivos del pensamiento ilustrado iban encaminados a convertir la escena teatral en un potente medio de educación e impedir la filtración de ideas nocivas que debían ser censuradas previamente

La prohibición se justificaba, pues, por no corresponderse con las ideas ilustradas y considerar estas manifestaciones populares como supersticiosas y de poco fuste. Estas opiniones chocan profundamente con las representaciones que ya se venían celebrando desde que, durante el reinado de Alfonso X, se introdujera la festividad del Corpus y se se permitiera poner en escenas la Natividad, la Adoración de los Reyes, la Pasión y la Resurrección del Señor o representaciones dedicadas a la honra de un santo.

Estos autos sacramentales se representaron primero en las iglesias y después en cualquier lugar habilitado para ello, pórticos de las iglesias o en teatrillos ambulantes en las plazas públicas, en plataformas móviles conocidas como «los carros» y ejecutados por un número muy reducido de actores por las conocidas compañías de la legua, o por los propios mozos del pueblo donde apenas cobraban un pedazo de pan, huevo y sardina.


En estas representaciones adquiere mucha importancia la música, ya que solían acompañarse de loas, prólogos, introitos, canciones y danzas coreadas, entremeses y sainetes como complemento de los autos, algo que se fue desarrollando con el tiempo.

El origen de este tipo de representación hay que situarlo a mediados del siglo XVI y no había en ellos un afán de perpetuar caracteres humanos puesto que resultaba más sencillo y menos comprometido el uso de alegorías o personajes abstractos.

La relación de estas representaciones con el pliego es, como he venido sosteniendo, meramente estructural, y sin entrar en disquisiciones vanas sobre la «calidad» literaria que pueda tener según una estrecha visión académica y alejada del sentido y finalidad de estas piezas destinadas a un público generalista y popular.

©Antonio Lorenzo

domingo, 12 de abril de 2020

Pasión, muerte, resurrección y ascensión a los cielos


Si hay dos ciclos de hondo contenido cristiano representativos e inspiradores de todo tipo de artistas, no son otros sino la Navidad y la Pasión. Ambos ciclos han contribuido a que dispongamos de una enorme cantidad de obras de arte. Las escenificaciones, tanto del nacimiento como de la muerte de Jesús se han interpretado de muy diversas maneras y no siempre adecuadas a la ortodoxia católica.

La abundancia de impresos populares sobre estos hechos son prueba fehaciente del interés popular por estos acontecimientos. 

Los cristianos celebran la resurrección de Jesús el Domingo de Pascua, dos días después del Viernes Santo, el día de su crucifixión. La fecha de la Pascua se corresponde aproximadamente con el Pésaj, la observancia judía asociada con el Éxodo, que está fijado para la noche de la luna llena cerca del tiempo del equinoccio de primavera.

Pésaj es la festividad judía que conmemora la liberación del pueblo hebreo de la esclavitud de Egipto, relatada en el Pentateuco, fundamentalmente en el Libro del Éxodo. Llamada también Pascua judía o hebrea, no hay que confundirla con la la Pascua de Resurrección o Pascua Florida, fiesta central del cristianismo.

Para esta ocasión he elegido dos pliegos que tratan los mismos asuntos escritos en décimas. En ellos se repasa la pasión, muerte y resurrección de Jesús, a lo que siguen unos trovos místicos con la apócrifa despedida de Jesús con su madre, sobre lo que volveremos en otra ocasión.

El primer pliego está editado en Madrid por José María Marés en 1852. El segundo, dos años antes y reimpreso en Tortosa por José Antonio Ferreres.









©Antonio Lorenzo