domingo, 25 de abril de 2021

Atrocidades y destrozos ocasionados por una pulga

 

La pulga, pese a que desde nuestra perspectiva actual pueda parecernos un extraño y torpe motivo literario, goza de una enorme y suculenta tradición. Recordemos la falsa atribución a Ovidio (atribución, por cierto, muy repetida) del poema Elegia de pulice, y que dio pie a los autores del Siglo de Oro español a considerarla como un elemento que podía dar mucho juego. El propio Lope reivindica y dota de dignidad a estas consideradas «materias bajas» de la poesía, como manifiesta en algunos versos de su Gatomaquia.

La importancia temática de la pulga fue tal, que hasta se llegó a celebrar en Francia un certamen poético en 1582 titulado La puce di madame des-Roches, donde el insecto ejercía de hilo conductor.

La pulga incita a la diversión y a la burla por sus características de poder deambular y desplazarse con facilidad por los lugares más recónditos de los humanos, por lo que es utilizada como motivo sugerente de risa. Su facilidad de desplazamiento se refleja en la expresión El salto de la pulga, la rana lo desea

Como referente ocasional en la literatura popular impresa, a la pulga se le atribuyen una serie de características extraordinarias, como se aprecia en estos pliegos que reproduzco, donde se convierte en protagonista de grandes desastres, aunque aderezado todo ello con una clara intención burlesca y como motivo de entretenimiento.



En este otro pliego, reimpreso en Zaragoza en 1841, se nos cuenta la historia de una noble y aburrida dama que decidió recriar una pulga en una botella de cristal alimentándola con su propia sangre, «con lo demás que sucedió después».





©Antonio Lorenzo

sábado, 17 de abril de 2021

Treinta años o la vida de un jugador

Xilografía del pliego editado por Estivill en 1832

En este pliego se nos ofrece una enrevesada adaptación del melodrama francés de Víctor Ducange, aunque no se cita su autoría en ningún momento, al igual que ocurre con las numerosas adaptaciones efectuadas, tanto en España como en Latinoamérica.

Victor Henri-Joseph Brahain du Cange (o Ducange) (1783-1833), fue un novelista, autor dramático francés y uno de los autores favoritos sobre el que se hicieron numerosas adaptaciones de sus obras, especialmente del melodrama en tres jornadas con el título Trente ans ou la vie d'un joueur (1827).

Esta obra de Ducange fue prontamente traducida al español siendo una de las obras dramáticas más representadas en los escenarios españoles, no solo en Madrid, sino en Barcelona, Valencia o Sevilla y posteriormente en las capitales americanas como en Buenos Aires en 1831. Una de las características que ya he señalado es que por lo común no se citaba al autor de la obra sino preferentemente a su adaptador o versionador de la obra original.

Mariano José de Larra (1809-1837), figura prominente de la primera mitad del siglo XIX, no solo destacó por su más conocida y acreditada labor periodística, a la que sumó incursiones por la poesía, la novela histórica o el teatro. Pues bien, a raíz del estreno de la obra de Ducange publicó una aguda crítica a la obra en su artículo: Una comedia moderna: Treinta años o la vida de un jugador, publicada en el periódico El Duende Satírico del Día, proyecto periodístico del propio Larra, quien con apenas 19 años pretendió formar una prensa de carácter literario. De este proyecto se publicaron solamente cinco cuadernos o números con dicha cabecera. Su crítica de la obra figura en el cuaderno segundo del año 1828.

Nada mejor que repasar el argumento de la obra tal y como lo describió Larra:

«Se alza el telón y se descubre un enjambre de jugadores en el fondo, que se están arruinando sobre el tapete: llega el señor Dermont, observa y encuentra por casualidad al joven Rodolfo; se marchan en el ínterin los jugadores para dejarlos hablar, y quién sabe si para vestirse algunos de ellos de gendarmes, en cuyo traje han de volver a aparecer dentro de poco; vienen, efectivamente, quieren prender al forastero, y como por dicha Rodolfo conoce a Amelia y se ha impuesto en su historia, sin andarse en rodeos le da las señas de su casa con una llave y un papel para que busque modo de llevar al señor Germani una esquela, que no puede haber escrito, pues que en ella da cuenta de lo que le está pasando entonces, y le encarga con gran prisa vaya a impedir la boda. En el segundo acto se dispone ésta; sale el anciano padre, predica un rato a su hijo, como es de cajón, y apenas acaba de predicar, llegan a darle la mala nueva, pero ya tarde, porque se le pegaron las sábanas al señor Rodolfo, y en pos viene el tío que confirma las sospechas concebidas contra el hijo; pero viene tan inmediatamente después de Rodolfo, que habiendo llegado éste tarde, se hace inútil del todo su comisión. A este punto llegan los recién casados de la iglesia, y un jugador debe de ser por regla general un hombre muy bruto, que de buenas a primeras trata mal a su nueva esposa y a su padre, envía enhoramala a su, tío, y quiere anticipar a Rodolfo lo que le tiene dispuesto para la segunda jornada. Todo esto se aprende en la ruleta. Viene el juez, que no se digna quitarse el sombrero aunque ve gente decente, porque cree que la justicia está dispensada de saber educación, y entonces se descubre un delito en que ya empieza a conocerse que todo jugador tiene también un amigo peor que él, que le arroja a los precipicios, como es Warner. El pobre viejo, que no está para muchas fiestas, se accidenta todo, le meten a dar un paseo al cuarto inmediato, y de allí a poco le vuelven a sacar hecho un energúmeno, como un sacerdote antiguo inspirado, que le viene a decir a su hijo antes de marcharse a la otra vida que es un mal hombre, y que le tienen que suceder muchos chascos por ser un jugador, y otras mil cosas por este estilo, que adivina; el diablo son los viejos; y las concluye todas con su última maldición. Muere el viejo, Rodolfo y Dermont se marchan, y se citan sin duda para de allí a quince años, época en que tienen que volver a traer a la misma casa otros recados de más monta que en la primera jornada; se retiran el ama de llaves y los criados en tanto que se baja el telón y que probablemente los recién casados irán a olvidar en los brazos del amor las pláticas y pronósticos excelentes del difunto señor Germani, Q. E. P. D.»
Larra centra su crítica con mordacidad, considerándola desaforada de recursos escénicos, con inverosímiles saltos temporales y acusándola de proliferación de enredos. Por otra parte, sugiere y alaba el estilo dramático de Moratín en el sentido de que el teatro no debe de servir exclusivamente de entretenimiento, sino también como rector y educador de la opinión pública.

Larra continúa con su crítica:
«Y con esto va un trozo suelto de la vida de un jugador, que más a propósito parece para hacer una colección de aleluyas, como la vida del hombre malo y del hombre bueno, que para una comedia.
   Pero sobre todo, lo que ya no alcanzó Moratín fue eso de llegarse usted al café inmediato, acabada la primera jornada, a tomar un tente-en-pié, volver a los seis minutos, y hallarse con quince añitos transcurridos, ahí como quien no quiere la cosa, y después de otras frioleras por un quítame allá esas pajas, al picarón de Warner que viene a requebrar a la señora jugadora, nada menos que en su misma alcoba, y allí juntito a la cama, mientras que el bonazo del marido, jugando, no sabe en qué juegos anda también metida su mujer; que por Dios que ve el público lo que no quisiera, si no le da al autor la gana de traerle a su casa tan a tiempo, y sin decirnos por qué. A bien que no nos importaba; el caso era que viniera, que por lo demás ya se supone que vino porque quiso».

Larra critica los sorprendentes saltos temporales de la obra e ironiza con esta forma de hacer teatro.
«Con otros seis actitos más se completaba una docena, y el público no se quedaba a media miel. Estos señores autores que siempre han de dejar las cosas donde quieren, sin dar cuenta de lo que sucedió después... ¿Qué le costaba haber puesto siquiera otros diez o doce años y hubiéramos sabido qué carrera hizo el señor capitán, y si se volvió a escapar el picarón de Warner, que todavía puede ser que viva y le volvamos a ver dentro de otros quince años en la segunda parte del Jugador, y si volvió a parir de allí a otros treinta años la señora jugadora; con quién casó la niña; y qué se hizo de la barraca y la posada del León de Oro, etc.
   ¡Cómo ha de ser! ¡Paciencia! El drama es malo, pero no se silbó. ¡Pues no faltaba otra cosa sino que se metieran los españoles a silbar lo que los franceses han aplaudido la primavera pasada en París! Se guardarán muy bien de silbar sino cuando se les mande, o cuando venga silbando algún figurín, en cuyo caso buen cuidado tendrán de no comer, beber, dormir ni andar sino silbando y más que un mozo de mulas, y aunque fuera en Misa. Silbar a un francés, se mirarían en ello. Que hagan los españoles dramas sin reglas...: mais nous, nosotros, que no somos españoles y que no sabemos, por consiguiente, hacer comedias malas; mais nous, que hemos introducido en el Parnaso el melodrama anfibio y disparatado, lo que nunca hubieran hecho los españoles; mais nous, que tenemos más orgullo que literatura; mais nous, que en nuestro centro tenemos a todo un Ducange, que nos envanecemos de haber producido La huérfana de Bruselas, Los ladrones de Marsella, La cieguecita de Olbruc, Los dos sargentos franceses, etc.; mais nous, por último, que somos franceses que habitamos en París, que no somos españoles (¡gracias a Dios!), también sabemos caer en todos los defectos que criticamos y sabemos  hacer comedias, ut nec pes nec caput uni redatur formae; y sabemos, lo que es más, hacer llorar en nuestra comedia melodramática, reír en nuestra tragedia monótona y sin acción, y bostezar en la cansada y tosca música de las óperas, con que, a pesar de Euterpe, nos empeñamos en ensordecer los tímpanos mejor enseñados».
Larra, al comentar en sus artículos el teatro francés en boga de aquellos años, parece caer en contradicciones en una lectura rápida si no tenemos en cuenta su opinión sobre cada autor. La obra de Ducange la consideraba, sin más, propia para el vulgo; en cambio, las de Víctor Hugo, como autor lírico, o Alejandro Dumas, como autor dramático, se adaptaban bien a la emergente ideología revolucionaria. La valoración de ambos autores sería relevante siempre que las adaptaciones para el público español respetasen las costumbres y la moralidad de la sociedad.

Esta defensa del antiguo teatro español frente a las innovaciones del teatro francés, fue recogida de forma manifiesta por Agustín Durán (1793-1862), en su Discurso sobre el influjo que ha tenido la crítica moderna en la decadencia del Teatro Antiguo Español, y sobre el modo con que debe ser considerado para juzgar convenientemente de su mérito peculiar.




Otro aspecto generalista a tener en cuenta es la proliferación de pliegos o folletos donde se resumen las obras representadas en los teatros, lo que evidencia una especie de circuito comercial y la práctica de un teatro leído mediante un complejo proceso de retroalimentación. Aunque no coincide plenamente con las llamadas «relaciones de sucesos» sí que guarda una cierta semejanza en cuanto que se nos ofrece la adaptación de una obra teatral en un impreso. No se trata en este caso de un extracto teatral en forma de diálogo, más propio de las relaciones conocidas, sino más bien de la difusión noticiera de la obra en cuestión, aspecto que merecería sin duda una mayor dedicación y detenimiento.

Por contextualizar algo de la situación histórica de 1828 en España, coincidente con el estreno de la obra, hay que recordar que entonces reinaba de nuevo la ignominiosa figura de Fernando VII en el restaurado régimen absolutista. Dos años más tarde nacería la que posteriormente sería la reina Isabel II. Tras la muerte de Fernando en 1833 se desencadenó la controvertida discusión sobre el ascenso al trono, lo que ocasionó la Primera Guerra Carlista al enfrentarse los partidarios del infante Carlos María Isidro, hermano de Fernando VII, con los de la niña Isabel.





El tema sobre la vida de un jugador, independientemente de la obra teatral, también fue recogido popularmente en aleluyas o en «ventalls».



©Antonio Lorenzo

sábado, 10 de abril de 2021

Un padre aconseja a su hijo que se case por librarle de la quinta

 

A lo largo de todo el siglo XIX, el que un hijo ingresara a cumplir el servicio militar suponía que pudiera regresar herido o que encontrase incluso la muerte. Es por ello que la llamada a quintas era una de las mayores preocupaciones de las familias de las clases populares. Lo injusto del sistema de reemplazos se basaba en las fórmulas previstas por la ley para ser declarado exento. La más famosa es la conocida como la «redención a metálico», consistente en pagar una importante cantidad de dinero para quedar libre del «deber patriótico». Obviamente, solo las familias pudientes podían acogerse a esta injusta prerrogativa, siendo los más pobres o los mozos de extracción humilde quienes tenían que incurrir en delitos como la deserción o bien a otras vías de escape perseguidas por la ley. Mediante esta fórmula ignominiosa se aceptaba un «mercadeo» de personas para librase del servicio militar.


Hay que recordar los conflictos que enfrentaron al reino de España con Marruecos hacia la mitad del siglo XIX, donde murieron muchos soldados, no solo por las heridas sufridas, sino también por las defunciones causadas por la enfermedad del cólera, a lo que se añadía el largo periodo de actividad militar, que podía prolongarse durante varios años.

La primera Ley de Reclutamiento moderna, del año 1837, se considera como el modelo de las posteriores leyes de reclutamiento durante el siglo XIX: 1851, 1856, 1870, 1878, 1882, 1885 y 1896. Todas ellas, salvo pequeños cambios formales que no afectaban a su esencia, obligaba a los jóvenes a presentarse ante las comisiones de alistamiento para su incorporación a filas.

 La ley de 1856 fijaba la duración del servicio militar en 8 años, corroborada por la ley del 26 de junio de 1867, donde se distribuía en cuatro años en activo (primera reserva y otros cuatro en la segunda). En 1870 se redujo a seis años, duraciones que fueron cambiando en leyes sucesivas, pero que dan idea de la enorme duración del «deber patriótico» que tenían que soportar los quintos.

Otra de las formas para evitar la prestación personal del servicio militar era casarse, tal y como aconseja un padre a su hijo recogido en el pliego. Si no se tenía novia, una solución fácil era la de desposarse con una señora mayor o con una solterona o viuda. De ahí que aparezcan en los registros matrimoniales enlaces de jóvenes de veinte años con señoras de más de sesenta.

Para librarse del alistamiento y de la guerra también se practicaba la automutilación de los dedos índices de las manos, por lo que no se podía entonces disparar el fusil. Si se arrancaban los dientes de la boca también resultaba imposible preparar los cartuchos de pólvora, aunque las autoridades de entonces decidieron no redimirlos destinando a aquellos a labores auxiliares. Ser hijo de viuda pobre, tener los pies planos, tener poca talla, ser corto de vista o tener un hermano en la mili eran otras causas que podrían dar lugar a la exención del servicio militar. Causas que fueron cambiando con el tiempo. También existía la permuta de los destinos (Cuba, Marruecos, Guinea...) mediante una suma de dinero convenido entre los reclutas.

El tema da para mucho y no ha sido relevantemente tratado por la historiografía, aunque disponemos de variados elementos conservados por la literatura popular impresa que se detienen, bajo un aparente sentido burlón, en tratar de forma ignominiosa y perversa a las mujeres, achacándolas toda una serie de características propias conformes a la mentalidad de la época. Tanto en la literatura popular impresa conservada como en lo recogido por tradición oral se conocen numerosas muestras de los lamentos y despedidas del quinto, ya sea de su madre, familia o novia. 

Antes de dar paso a los pliegos, creo de interés el reproducir parte de esta especie de manual, de 1858, donde se detallan las exploraciones físicas o reconocimientos médicos a los que tenían que someterse los reclutas. Entresaco algunas de sus páginas.





El reconocimiento médico del que dependía la selección o exclusión del recluta fue evolucionando con los años dependiendo del contexto sociológico de la época, lo que abre un capítulo destacado y poco conocido de su evolución hasta fechas actuales.

Los pliegos

En este primer pliego el padre aconseja al hijo el casarse para librarle de la quinta. Pero resulta curioso que sea el hijo quien tenga una opinión lastimosa y repugnante sobre la mujer: frágil, inconstante, engañadora, naturalmente mala y vanidosa, traidora e hipócrita. Aunque el padre tiene una opinión más favorable sobre la mujer respecto a la animadversión que muestra su hijo, se pone de manifiesto y se trasluce la idea de la mujer como una especie de ángel y consoladora del hombre.





En este segundo pliego, Pedro Chinchón consulta mediante una carta a su amigo Paco Gil sobre las ventajas o desventajas del casamiento para librarse de la incorporación a filas. Ni qué decir tiene que, en el pliego, a pesar de su pretendido tono satírico y burlesco, se refleja y trasluce la valoración sobre la mujer en la mentalidad popular de entonces.




©Antonio Lorenzo


viernes, 2 de abril de 2021

El rastro divino y relación de la vida, pasión y muerte de Cristo

Xilografía de la Vida, Pasión y Muerte de Cristo editada en Madrid por Marés
 
Dos pliegos de distintos impresores que recogen diferentes composiciones sobre el itinerario de la Pasión de Cristo. Pliegos muy reimpresos a lo largo del tiempo con más o menos variantes.








©Antonio Lorenzo


jueves, 1 de abril de 2021

El Reloj de la Pasión

 

El Reloj de la Pasión de Jesucristo fue ideado por San Alfonso María de Ligorio (1696-1787), sacerdote y religioso italiano, obispo católico y fundador de los redentoristas, como una meditación de la pasión de las últimas 24 horas de Jesús en la tierra.

Fue beatificado el 15 de septiembre de 1815 y canonizado por el papa Gregorio XVI el 26 de mayo de 1839. En 1871, Pío IX lo declaró doctor de la Iglesia.

A principios del siglo XX, Luisa Piccarreta (1865-1947), tras experimentar a los 17 años un «éxtasis religioso», similar a santa Teresa de Jesús, quedó postrada en la cama durante el resto de su vida recibiendo la eucaristía en su misa diaria y experimentando visiones a lo largo de los 64 años siguientes hasta su fallecimiento.

Luisa Piccarreta publicó, a través de su confesor y guía espiritual Aníbal María de Francia (1851-1927), el libro Las horas de la pasión, fruto de sus revelaciones y de sus propias experiencias, según se dice. 

Juan Pablo II canonizó a Aníbal María de Francia el 16 de mayo de 2004. Luisa sigue esperando su posible canonización como santa de la Iglesia católica.

El Reloj de la Pasión, ya sea recitativo o cantado, se ha recogido también por tradición oral debido a que se ha incorporado a la devoción popular de muchas localidades. Se canta o recita el Jueves Santo donde se repasa hora a hora la vida de Jesús. Se trata de un ejemplo más de los cánticos piadosos populares que alimentan el fervor religioso de la Semana Santa.

El pliego fue impreso en Valencia por Vicenta Devis, viuda de Agustín Laborda, quien edito, tras el fallecimiento de su marido, entre 1780 y 1819.





Desglose de las horas de la Pasión.

Aunque se conocen con ligeras variantes o cambios de acentuación y desarrollo, transcribo una de las recogidas por tradición oral como modelo sobre la que se asientan la mayoría de las consultadas.

Es la Pasión de Jesús
un reloj de gracia y vida,
reloj y despertador
que hace gemir a la vida.

Vuestro reloj, Jesús mío,
devoto quiero escuchar
y en cada hora contar
lo que por mí habéis sufrido.

Cuando a las siete os veo
humilde los pies lavar:
¿cómo, si no estoy muy limpio,
me atreveré a comulgar?

A las ocho instituisteis
la Cena de nuestro altar
y en ella, Señor, nos disteis
cuanto nos pudisteis dar.

A las nueve el gran mandato
de caridad renováis,
que si amasteis al nacer
hasta el fin, Jesús, amáis.

Llegan las diez en el huerto,
oráis al Padre postrado.
Que yo pida con acierto,
haced, mi Jesús amado.

Sudando sangre a las once
os contemplo en agonía:
¿Cómo es posible, mi Dios,
no agonice el alma mía?

A las doce de la noche
os prende la turba armada
y, luego, en casa de Anás
recibes la bofetada.

A la una de blasfemo,
impío Caifás os nota
y enseguida contra vos
la chusma vil se alborota.

A las dos falsos testigos
acusan vuestra inocencia
¡qué impiedad y qué descaro,
qué maldad y qué insolencia!

 

A las tres ya os conocen
e insultan unos villanos:

os dan lo que ellos merecen
con sus sacrílegas manos.

¡Qué dolor cuando a las cuatro
os niega, cobarde, Pedro:
mas vos, Jesús, lo miráis
y él reconoce su yerro.

Las cinco son y se junta
el Concilio malignante
que dice: “¡Muera Jesús,
muera en la cruz al instante!”

A las seis sois presentado
ante Pilatos, el juez,
y os declara inocente
hasta por tercera vez.

A las siete por Pilatos
a Herodes sois remitido,
como seductor tratado
y como loco vestido.

A las ocho otra vez
preso a Pilatos volvisteis
y entonces a Barrabás
pospuesto, Jesús, te viste.

A las nueve seis verdugos
os azotan inhumanos
y por eso a una cruz
os atan de pies y manos.

A las diez duras espinas
coronan vuestra cabeza,
espinas que en vuestras sienes
clavan con dura pereza.

Cuando a las once os cargan
una cruz de enorme peso,
entonces veo, mi Dios,
cuánto pesan mis excesos.

A las doce entre ladrones,
Jesús, os veo clavado
y se alienta mi esperanza
viendo al mundo perdonado.

Es la una y encomiendas
a Juan tu querida Madre
y, luego, pides perdón
por nosotros a tu Padre.

A las dos otra vez hablas
sediento como Israel
y al punto os mortifican
con el vinagre y la hiel.

A las tres gritas y dices:
“Ya está todo concluido”.
Mueres y llora tu Madre,
todo el orbe estremecido.

A las cuatro una lanzada
penetra vuestro costado
donde salió sangre y agua
para lavar mis pecados.

A las cinco de la cruz
os bajan hombres piadosos
y en los brazos de tu Madre
os adoran religiosos.

A las seis con gran piedad,
presente también María,
entierran vuestro cadáver
y ella queda en agonía.

Triste Madre de mi Dios,
sola, viuda y sin consuelo:
ya que no puedo llorar,
llorad, ángeles del cielo.

El reloj ha concluido.
Sólo resta, pecador,
que despiertes a los golpes
y adores al Redentor.

 


©Antonio Lorenzo