sábado, 17 de abril de 2021

Treinta años o la vida de un jugador

Xilografía del pliego editado por Estivill en 1832

En este pliego se nos ofrece una enrevesada adaptación del melodrama francés de Víctor Ducange, aunque no se cita su autoría en ningún momento, al igual que ocurre con las numerosas adaptaciones efectuadas, tanto en España como en Latinoamérica.

Victor Henri-Joseph Brahain du Cange (o Ducange) (1783-1833), fue un novelista, autor dramático francés y uno de los autores favoritos sobre el que se hicieron numerosas adaptaciones de sus obras, especialmente del melodrama en tres jornadas con el título Trente ans ou la vie d'un joueur (1827).

Esta obra de Ducange fue prontamente traducida al español siendo una de las obras dramáticas más representadas en los escenarios españoles, no solo en Madrid, sino en Barcelona, Valencia o Sevilla y posteriormente en las capitales americanas como en Buenos Aires en 1831. Una de las características que ya he señalado es que por lo común no se citaba al autor de la obra sino preferentemente a su adaptador o versionador de la obra original.

Mariano José de Larra (1809-1837), figura prominente de la primera mitad del siglo XIX, no solo destacó por su más conocida y acreditada labor periodística, a la que sumó incursiones por la poesía, la novela histórica o el teatro. Pues bien, a raíz del estreno de la obra de Ducange publicó una aguda crítica a la obra en su artículo: Una comedia moderna: Treinta años o la vida de un jugador, publicada en el periódico El Duende Satírico del Día, proyecto periodístico del propio Larra, quien con apenas 19 años pretendió formar una prensa de carácter literario. De este proyecto se publicaron solamente cinco cuadernos o números con dicha cabecera. Su crítica de la obra figura en el cuaderno segundo del año 1828.

Nada mejor que repasar el argumento de la obra tal y como lo describió Larra:

«Se alza el telón y se descubre un enjambre de jugadores en el fondo, que se están arruinando sobre el tapete: llega el señor Dermont, observa y encuentra por casualidad al joven Rodolfo; se marchan en el ínterin los jugadores para dejarlos hablar, y quién sabe si para vestirse algunos de ellos de gendarmes, en cuyo traje han de volver a aparecer dentro de poco; vienen, efectivamente, quieren prender al forastero, y como por dicha Rodolfo conoce a Amelia y se ha impuesto en su historia, sin andarse en rodeos le da las señas de su casa con una llave y un papel para que busque modo de llevar al señor Germani una esquela, que no puede haber escrito, pues que en ella da cuenta de lo que le está pasando entonces, y le encarga con gran prisa vaya a impedir la boda. En el segundo acto se dispone ésta; sale el anciano padre, predica un rato a su hijo, como es de cajón, y apenas acaba de predicar, llegan a darle la mala nueva, pero ya tarde, porque se le pegaron las sábanas al señor Rodolfo, y en pos viene el tío que confirma las sospechas concebidas contra el hijo; pero viene tan inmediatamente después de Rodolfo, que habiendo llegado éste tarde, se hace inútil del todo su comisión. A este punto llegan los recién casados de la iglesia, y un jugador debe de ser por regla general un hombre muy bruto, que de buenas a primeras trata mal a su nueva esposa y a su padre, envía enhoramala a su, tío, y quiere anticipar a Rodolfo lo que le tiene dispuesto para la segunda jornada. Todo esto se aprende en la ruleta. Viene el juez, que no se digna quitarse el sombrero aunque ve gente decente, porque cree que la justicia está dispensada de saber educación, y entonces se descubre un delito en que ya empieza a conocerse que todo jugador tiene también un amigo peor que él, que le arroja a los precipicios, como es Warner. El pobre viejo, que no está para muchas fiestas, se accidenta todo, le meten a dar un paseo al cuarto inmediato, y de allí a poco le vuelven a sacar hecho un energúmeno, como un sacerdote antiguo inspirado, que le viene a decir a su hijo antes de marcharse a la otra vida que es un mal hombre, y que le tienen que suceder muchos chascos por ser un jugador, y otras mil cosas por este estilo, que adivina; el diablo son los viejos; y las concluye todas con su última maldición. Muere el viejo, Rodolfo y Dermont se marchan, y se citan sin duda para de allí a quince años, época en que tienen que volver a traer a la misma casa otros recados de más monta que en la primera jornada; se retiran el ama de llaves y los criados en tanto que se baja el telón y que probablemente los recién casados irán a olvidar en los brazos del amor las pláticas y pronósticos excelentes del difunto señor Germani, Q. E. P. D.»
Larra centra su crítica con mordacidad, considerándola desaforada de recursos escénicos, con inverosímiles saltos temporales y acusándola de proliferación de enredos. Por otra parte, sugiere y alaba el estilo dramático de Moratín en el sentido de que el teatro no debe de servir exclusivamente de entretenimiento, sino también como rector y educador de la opinión pública.

Larra continúa con su crítica:
«Y con esto va un trozo suelto de la vida de un jugador, que más a propósito parece para hacer una colección de aleluyas, como la vida del hombre malo y del hombre bueno, que para una comedia.
   Pero sobre todo, lo que ya no alcanzó Moratín fue eso de llegarse usted al café inmediato, acabada la primera jornada, a tomar un tente-en-pié, volver a los seis minutos, y hallarse con quince añitos transcurridos, ahí como quien no quiere la cosa, y después de otras frioleras por un quítame allá esas pajas, al picarón de Warner que viene a requebrar a la señora jugadora, nada menos que en su misma alcoba, y allí juntito a la cama, mientras que el bonazo del marido, jugando, no sabe en qué juegos anda también metida su mujer; que por Dios que ve el público lo que no quisiera, si no le da al autor la gana de traerle a su casa tan a tiempo, y sin decirnos por qué. A bien que no nos importaba; el caso era que viniera, que por lo demás ya se supone que vino porque quiso».

Larra critica los sorprendentes saltos temporales de la obra e ironiza con esta forma de hacer teatro.
«Con otros seis actitos más se completaba una docena, y el público no se quedaba a media miel. Estos señores autores que siempre han de dejar las cosas donde quieren, sin dar cuenta de lo que sucedió después... ¿Qué le costaba haber puesto siquiera otros diez o doce años y hubiéramos sabido qué carrera hizo el señor capitán, y si se volvió a escapar el picarón de Warner, que todavía puede ser que viva y le volvamos a ver dentro de otros quince años en la segunda parte del Jugador, y si volvió a parir de allí a otros treinta años la señora jugadora; con quién casó la niña; y qué se hizo de la barraca y la posada del León de Oro, etc.
   ¡Cómo ha de ser! ¡Paciencia! El drama es malo, pero no se silbó. ¡Pues no faltaba otra cosa sino que se metieran los españoles a silbar lo que los franceses han aplaudido la primavera pasada en París! Se guardarán muy bien de silbar sino cuando se les mande, o cuando venga silbando algún figurín, en cuyo caso buen cuidado tendrán de no comer, beber, dormir ni andar sino silbando y más que un mozo de mulas, y aunque fuera en Misa. Silbar a un francés, se mirarían en ello. Que hagan los españoles dramas sin reglas...: mais nous, nosotros, que no somos españoles y que no sabemos, por consiguiente, hacer comedias malas; mais nous, que hemos introducido en el Parnaso el melodrama anfibio y disparatado, lo que nunca hubieran hecho los españoles; mais nous, que tenemos más orgullo que literatura; mais nous, que en nuestro centro tenemos a todo un Ducange, que nos envanecemos de haber producido La huérfana de Bruselas, Los ladrones de Marsella, La cieguecita de Olbruc, Los dos sargentos franceses, etc.; mais nous, por último, que somos franceses que habitamos en París, que no somos españoles (¡gracias a Dios!), también sabemos caer en todos los defectos que criticamos y sabemos  hacer comedias, ut nec pes nec caput uni redatur formae; y sabemos, lo que es más, hacer llorar en nuestra comedia melodramática, reír en nuestra tragedia monótona y sin acción, y bostezar en la cansada y tosca música de las óperas, con que, a pesar de Euterpe, nos empeñamos en ensordecer los tímpanos mejor enseñados».
Larra, al comentar en sus artículos el teatro francés en boga de aquellos años, parece caer en contradicciones en una lectura rápida si no tenemos en cuenta su opinión sobre cada autor. La obra de Ducange la consideraba, sin más, propia para el vulgo; en cambio, las de Víctor Hugo, como autor lírico, o Alejandro Dumas, como autor dramático, se adaptaban bien a la emergente ideología revolucionaria. La valoración de ambos autores sería relevante siempre que las adaptaciones para el público español respetasen las costumbres y la moralidad de la sociedad.

Esta defensa del antiguo teatro español frente a las innovaciones del teatro francés, fue recogida de forma manifiesta por Agustín Durán (1793-1862), en su Discurso sobre el influjo que ha tenido la crítica moderna en la decadencia del Teatro Antiguo Español, y sobre el modo con que debe ser considerado para juzgar convenientemente de su mérito peculiar.




Otro aspecto generalista a tener en cuenta es la proliferación de pliegos o folletos donde se resumen las obras representadas en los teatros, lo que evidencia una especie de circuito comercial y la práctica de un teatro leído mediante un complejo proceso de retroalimentación. Aunque no coincide plenamente con las llamadas «relaciones de sucesos» sí que guarda una cierta semejanza en cuanto que se nos ofrece la adaptación de una obra teatral en un impreso. No se trata en este caso de un extracto teatral en forma de diálogo, más propio de las relaciones conocidas, sino más bien de la difusión noticiera de la obra en cuestión, aspecto que merecería sin duda una mayor dedicación y detenimiento.

Por contextualizar algo de la situación histórica de 1828 en España, coincidente con el estreno de la obra, hay que recordar que entonces reinaba de nuevo la ignominiosa figura de Fernando VII en el restaurado régimen absolutista. Dos años más tarde nacería la que posteriormente sería la reina Isabel II. Tras la muerte de Fernando en 1833 se desencadenó la controvertida discusión sobre el ascenso al trono, lo que ocasionó la Primera Guerra Carlista al enfrentarse los partidarios del infante Carlos María Isidro, hermano de Fernando VII, con los de la niña Isabel.





El tema sobre la vida de un jugador, independientemente de la obra teatral, también fue recogido popularmente en aleluyas o en «ventalls».



©Antonio Lorenzo

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