«Hablas más que una cotorra» es una locución expresiva muy extendida en el habla cotidiana en el sentido de hablar demasiado, muy seguido y, por lo general, de forma indiscreta; «hablando por los codos», como también se dice.
Intentado contextualizar el posible autor del pliego, lo que habitualmente es normal que no se consiga por las características de estos impresos, tuve la fortuna de acceder a su nombre, que no es otro que Lucas Alemán. Tras este nombre se oculta quien fuera el entonces conocido escritor Lucas Casal y Aguado (1751-1837), médico de profesión y autor prolífico de composiciones de corte satírico y jocoso en variados periódicos de la época.
Fastidiado hasta no poder más me tenía un ciego hace pocos días, repitiendo desaforadamente un infernal canterío enfrente de mis balcones, y no dejándome escribir un artículo en que me hallaba muy empeñado, cuando me asaltó la idea, siquiera por legítima venganza, de mudar de materia, y asestar un buen párrafo contra las indecentes coplas, y el más indecente tono con que los ciegos suelen por esas calles ofender el pudor de sus oyentes, y quebrantar con los desatinos que venden impresos todas las reglas de la racionalidad y del buen gusto. Y ya con efecto había dado principio a mi dichoso artículo, que nada tenía de blando, inspirado por los gestos y voces de mi buen ciego, cuando hete aquí que un amigo, que venía de la calle, abre la mampara de mi cuarto, trayendo en la mano el cuerpo del delito, y destornillándose de risa. Ese cuerpo del delito ya conoce el inteligente lector que eran las mismísimas coplas con que el ciego estaba aturdiendo el barrio, y entreteniendo a una buena porción de muchachos y mozos de cordel que le rodeaban, amén de otra jovial comparsa, que en la taberna inmediata celebraba al compás de los medios chicos las fatigosas entonaciones de tan descomunal cantor. Mi amigo, invitándome a que leyese las coplas, me las arrojó sobre el bufete; y yo, velis nolis, merced a sus instancias, y viéndole reír, hube de ceder, y soplarme al coleto los versecillos que en aquel momento resonaban en la esquina de la calle. ¿Cuál fue mi admiración cuando en vez de las sandeces e insustanciales chocarrerías en que abundan por lo regular estas ridículas composiciones, me encontré con una satirilla, que si bien no puede presentarse como modelo en su género, contiene sin embargo algunos pasajes festivos, tolerables, y no desprovistos de gracejo y de conceptos agudos? Así es que di corte al comenzado artículo, reservándolo para ocasión más oportuna; y por consejo de mi amigo determiné que las coplas, que ambos leímos de nuevo, sirviesen de apéndice y corolario a este párrafo, que dirijo a mis amables lectores. En ellas, repito, nada hay de particular; pero se dejan leer sin pena, y cierta malignidad ligera con que están escritas hace creer que no son parto de esos adocenados copleros que infestan las plazuelas y callejones, y contribuyen poderosamente al fomento de la ociosidad y de la ignorancia. Los que la lean dirán lo que les parezca: El Correo lo que quiere es entretenerlos agradablemente; con que por esta vez vaya de coplas de ciegos.
Los editores de pliegos consideraron estas o parecidas coplas como una especie de reclamo para su venta al incluirlas en las ediciones de sus pliegos por su carácter festivo y, en este caso, con el añadido de su intención crítica al pronunciarse sobre las argucias usadas para conseguir beneficios.
Respecto al autor de estas coplas, cuyo nombre se encuentra desaparecido en el pliego, podemos decir que su trayectoria de escritos satíricos se encuentra desarrollada principalmente en La Pajarera literaria (1813-1814) y El mochuelo literario (1820). Escribió también la comedia burlesca Don Lucas y Don Martín solos en su camerín (1832), la zarzuela Las vendimiadoras o segunda parte de la Espigadera (1779), la comedia pastoral Cuando miente una sospecha (1778) y el sainete El doctor Zorrilla (1827).
Su gran labor de coleccionista de obras ajenas resulta también apreciable, ya que reunió en su casa gran número de ellas, indicando en breve nota su resumen y opinión sobre las mismas, lo que da idea de la concepción dramática de la escena española de su época.
Tenía una doncella muy bonita,llamada Mariquita,un viejo consejeroque en ella por entero,cuando se alborotabasu cansada persona, desaguabacon tal circunspección y tal pacienciacomo si a un pleito diese la sentencia.Era de este señor el escribienteun mozuelo entre frailes educado,como ellos suelen ser, rabicaliente,rollizo y bien armado,que, cuando el consejero fuera estaba,a doña Mariquita consolaba.Sucedió, pues, que un díala consoló en su cuarto, donde habíaen jaulas diferentesun loro camastrón, cuyo despejotodo lo comprendía por ser viejo,y una joven cotorra muy parlera,que la conversación de los sirvientesoyeron, la cual fue de esta manera:– ¿Te gusta, Mariquita?– Sí, mucho, mucho; estoy muy contentita.– ¿Entra bien de este modo?– Sí, mi escribiente… ¡Métemelo todo!– Pues menéate más…, que estoy perdido.– Y yo… que viene… ¡ay, Dios…!, ¡que ya ha venido!Y en efecto, llegaba el consejeroen aquel mismo instante,y apenas su escribiente marrullerodejó regado el campo de su amante,cuando, con la ganilla que traía,al mismo cuarto entró su señoría.Quitose en él la toga,diose en la parte floja un manoteo,y a la que su materia desahogamanifestó su lánguido deseo.Ella, puesta debajode un modo conveniente,se acordó en su trabajodel natural vigor del escribiente,y empezó a respingar con tal saleroque por poco desmonta al consejero.Éste, viendo el peligro que corría,dijo: Basta… ¿Qué hacéis, doña María?¡Guarde más ceremonia con mi taco,o por vida del rey que se lo saco!– De veros, el contento,replicó la taimada,me hace tener tan fuerte movimiento.¡Perdón!– Sí, dijo el viejo; perdonadaestás, si es que te alegra mi llegada.La cotorra, que aquello estaba oyendo,dijo entonces, sus alas sacudiendo:– Lorito, contentitaestá la Mariquita.A que respondió el loro prontamente:– ¡Sí, se lo metió todo el escribiente!
©Antonio Lorenzo
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