Antes de dar paso a los pliegos reproducidos donde una niña se confiesa a los pies del confesor, creo de interés el recordar algunos datos sobre los requisitos que debían cumplir los confesores para ejercer su oficio como mediadores para la absolución de los pecados. Me baso para ello en algunos de los aspectos estudiados en el sugerente libro de Gérard Dufour: Clero y sexto mandamiento en la España del siglo XVIII (Valladolid, Ámbito ediciones, 1996), donde nos ofrece un extenso y rico recorrido sobre las condiciones a cumplir por todo confesor para ejercer su labor y obtener la consabida licencia del obispo o de la jerarquía superior.
La antigua desconfianza de la jerarquía eclesiástica respecto a la relación de los confesores con las monjas y con las mujeres en general, les obligaba a cumplir y aceptar escrupulosamente toda una serie de requisitos para poder ejercer su labor mediadora y evitar el que cayesen en tentaciones. Del recelo de la jerarquía eclesiástica sobre el dudoso comportamiento de los confesores respecto a sus penitentes femeninos, queda constancia en muchas de las causas conservadas por el Santo Oficio de la Inquisición que pretendía dar cuenta y poner fin a los tantos abusos que conocían. Ello también quedaba recogido y censurado por decreto en algunos textos de los pliegos sueltos, canciones y coplas que recogían motivos relacionados con la práctica confesional, como es el caso de la dictada censura expurgatoria de unos extendidos papeles en el año 1817.
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A medida que fueron transcurriendo los años los manuales de confesores fueron poco a poco dejando de tener importancia. En ellos se detallaban o sugerían las penitencias a aplicar según los pecados confesados con especial dedicación al referido sexto mandamiento. En el
Catecismo práctico y útil para la instrucción y enseñanza fácil de los fieles y para el uso y alivio de los señores párrocos y sacerdotes del padre Pedro Calatayud, se anotaban las penitencias a seguir.
"Por provocar el aborto después de cuarenta días de preñado, tres años de penitencia.
Por un pecado de simple fornicación, siete años de penitencia. La casada que cometió un adulterio, diez años de penitencia, y si su marido fuese consentiente, penitencia toda la vida. El soltero que cayó con casada, siete años de penitencia. La viuda o doncella que cayó con casado, diez años de penitencia. Por el pecado de bestialidad, sodomía o pecar con parientas, más de siete años de penitencia...".
En este mismo Catecismo práctico, se detallaban las penas que se debían imponer a los confesores por la seducción y caída en la tentación de la carne, a la que, por cierto, se echaba más culpa a las mujeres que a los propios confesores.
"El sacerdote que cayó en pecado de fornicación, diez años de penitencia, desta suerte: tres meses encerrado, vestido de saco, comiendo pan y agua de veinticuatro en veinticuatro horas, excepto los días de fiesta en que podrá comer pescado y beber vino. Después, por dos años y medio, ayunar a pan y agua, excepto los días de Fiesta y hasta los siete años, tres días a la semana, pan y agua; salvo el tiempo de Pascua, y hasta cumplir los diez años, pan y agua los viernes. Si cayó con hija de confesión o que bautizó, o de quien fue padrino, doce años de penitencia. ¡Mirad ahora qué penitencia debéis hacer las que habéis pecado con un sacerdote! A lo menos diez años por el horrendo sacrilegio".
Si la joven era pobre o de baja condición social, de cara a conseguir sus lascivos fines el sacerdote la proponía el matrimonio para seducirla cuanto antes. La distinción entre la gente rica o pobre, al igual que las diferencias de instrucción, eran también un argumento que tenía en cuenta la jerarquía de cara a dictar una penitencia más o menos dura a cumplir por el confesor interesado en entablar relaciones.
El año de 1828 se publicó en Roma
El Santo Tribunal de la penitencia: instrucciones y doctrina para administrar dignamente este sacramento, por los sacerdotes de la Pía Unión de San Pablo Apóstol, siendo traducida al castellano por Juan Díaz de Baeza y publicada por la imprenta de D. J. Palacios en 1832.
Desde tiempo antiguo ya se aconsejaba a los confesores hablar con cautela y con la prudencia necesaria, sobre todo en lo concerniente al sexto mandamiento, y no utilizar abundantes palabras sobre ello ni detenerse mucho en la explicación sobre el modo y formas en cómo se cometieron los pecados.
El sacramento de la penitencia, en definitiva, fue aprovechado por la jerarquía como un control social donde los confesores acusados de proponer o entablar relaciones con todo tipo de mujeres fueron etiquetados como los solicitantes.
Los pliegos
En este primer pliego el confesor incita a la niña a que detalle con precisión su enamoramiento hacia un oficialito seductor y todo lo que sucedió después, por lo que acabó abandonando el convento donde se hallaba. El interés del confesor sobre los detalles de la relación es manifiesto identificándose sesgadamente con la actuación del militar.
Finaliza el pliego con la canción La monja arrepentida, al enamorarse visualmente de un bello joven desde el coro, lo que le produjo ardientes ensoñaciones al tiempo de lamentarse por haber aceptado ser novicia de Santa Clara. Todo ello con tono satírico.
Este pliego fue editado en Madrid por Marés en el año 1848.
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En este segundo pliego se nos presenta a una niña tutelada por un viejo setentón que la cree modelo de buena educación, hasta que la sorprende coqueteando de una forma planificada con numerosos galanes. Descubiertos por el tutor los devaneos de la niña, le reprocha su conducta como impropia de toda mujer. Ella dice admitir sus consejos arrepintiéndose de sus flirteos y las estratagemas urdidas con los galanes. Reconoce y da la razón a su tutor, pero a la postre, y como resumen final antifeminista, toda mujer es complaciente y buena amiga... pero de mala intención.
El pliego acaba con la canción que se cantaba en el drama titulado La segunda dama duende, entresacada de la comedia en tres actos de Ventura de la Vega, publicada originalmente en 1842, que a su vez reivindica y retoma el título de La dama duende, una de las obras teatrales más conocidas de Calderón de la Barca, como exponente del subgénero de la comedia de capa y espada. En ambas se desarrollan juegos de amores, guiños cómicos y enredos amorosos dentro de un ambiente urbano y que Ventura de la Vega actualizó en su comedia como reconocimiento y tributo al teatro áureo.
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En este último pliego el confesor quiere conocer, mediante sus interesadas preguntas, todos los detalles y pormenores sobre aquello que confiesa la niña. El pliego acaba con la pregunta del confesor a la penitente sobre cuándo volverá de nuevo a confesarse con él, a lo que la niña responde: "este cuándo no lo sé".
©Antonio Lorenzo