viernes, 6 de mayo de 2022

El Catecismo Histórico del abad Fleury [II]


La utilización de las imágenes como recurso didáctico para la enseñanza de la doctrina cristiana se remonta al arte paleocristiano, desarrollado durante los primeros cinco siglos de nuestra era tras la aparición del cristianismo durante la dominación romana. Pero no fue hasta el Concilio de Trento, a lo largo de un dilatado periodo de tiempo entre 1545 y 1563, donde en el Decreto de la Sesión XXV del tres de diciembre de su último año se recoge la importancia de la imagen para la instrucción religiosa. Entresaco del mismo parte de sus reflexiones.
«... Enseñen con cuidado los obispos que por medio de las historias de nuestra Redención, expresadas en pinturas y otras copias, se instruye y confirma el pueblo, recordándole los artículos de la fe, y su continua observancia: además que se saca mucho fruto de todas las sagradas imágenes, no sólo porque recuerdan al pueblo los beneficios y dones que Cristo le ha concedido, sino también porque se exponen a los ojos de los fieles los saludables ejemplos de los santos, y los milagros que Dios ha obrado por su mediación con el fin de que den gracias a Dios por ellos, y los imiten en su vida y costumbres; así como para que se exciten a adorar y amar a Dios y practicar la piedad. Y si alguno enseñare o sintiere lo contrario a estos decretos sea excomulgado. Mas si se hubieren introducido algunos abusos, en estas santas y saludables prácticas, el santo Concilio desea ardientemente que se exterminen del todo; de suerte que no se coloquen imágenes de falsos dogmas, ni que den ocasión a los rudos de incurrir en peligrosos errores. Y si aconteciere que se pinten y figuren en alguna ocasión historias y narraciones de la sagrada Escritura, por parecer conveniente a la instrucción de la ignorante plebe; enséñese al pueblo que esto no es copiar la divinidad, como si fuese posible verla con ojos corporales o pudiese expresarse con colores o figuras. Destiérrese absolutamente toda superstición en la invocación de los santos, en la veneración de las reliquias y en el sagrado uso de las imágenes; ahuyéntese toda ganancia sórdida y evítese en fin toda torpeza; de manera que no se pinten, ni vistan las imágenes con adornos provocativos; ni abusen tampoco los hombres de las fiestas de los santos, ni de la visita de las reliquias, para darse a la glotonería y embriaguez: como si el lujo y lascivia fuesen el culto con que deban celebrarse los días de fiesta en honor de los santos. Finalmente pongan los obispos tanto cuidado y diligencia en este punto, que no se note ningún desarreglo, confusión, alboroto, acción profana ni indecente; pues la santidad es propia de la casa de Dios. Y para que se cumplan con la mayor puntualidad estas determinaciones, establece el santo Concilio que a nadie sea lícito poner ni procurar se ponga imagen desusada en lugar ninguno, ni iglesia, aunque sea de cualquier modo exenta, a no tener la aprobación del obispo.
Tampoco se han de admitir nuevos milagros, ni adoptar nuevas reliquias, a no reconocerlas y aprobarlas el mismo obispo. Y éste, inmediatamente que tuviere noticia de tal novedad, consulte a los teólogos y a otras personas piadosas, y haga lo que juzgare convenir a la verdad y piedad. Y si hubiere que extirpar algún abuso, que sea dudoso o de difícil resolución, o absolutamente ocurra alguna grave dificultad sobre estas materias, aguarde el obispo, antes de resolver la controversia, la sentencia del metropolitano, y de los obispos comprovinciales en concilio provincial; de manera, no obstante, que no se decrete cosa alguna nueva o inusitada en la iglesia hasta el presente sin consultar al Romano Pontífice».
El interés mostrado por el concilio para el uso correcto de las imágenes y obras artísticas en general guarda estrecha relación con el progresivo abandono de la imagen que se produjo en las prácticas protestantes y poner fin a las críticas luteranas y erasmistas sobre su uso. A ello se unía la vigilancia ejercida por el Tribunal de la Inquisición que velaba para que las obras artísticas se ajustasen al dogma y a la moral católica otorgando creciente importancia a los predicadores y a los párrocos como veladores de las directrices emanadas del concilio y de los sucesivos concilios provinciales.

A lo largo del transcurso del concilio se fue proponiendo (y también descartando) la importancia de una enseñanza generalizada de la doctrina cristiana para facilitar la misión pedagógica mediante el encargo y confección de un catecismo generalista para contrarrestar la influencia de la reforma protestante. Ello acabó tomando forma tras la clausura del célebre concilio durante el pontificado de Pío V conocido por diversos nombres o títulos: Catecismo del Concilio de Trento, Catecismo de San Pío V  o Catecismo del Santo Concilio de Trento para los párrocos. El nombre que se terminaría imponiendo fue el de Catecismo Romano, editado por primera vez en Roma en 1566 en su versión latina. Su primera traducción española se remonta al año1777, realizada por el presbítero Lorenzo Agustín de Manterola, en Pamplona, y editada por la imprenta de Benito de Coscuyuela, siendo traducida de nuevo cuatro años más tarde por el religioso dominico Agustín Zorita, en 1782, cuya portada es la reproducida más abajo. La chocante diferencia de tiempo de la traducción de la original latina al castellano se debió en gran parte a los recelos de los inquisidores españoles y a las controversias de los teólogos sobre determinadas frases al considerar que no podían ser convenientemente interpretadas por el pueblo común.


Tras la clausura del concilio el Catecismo Romano se desarrolló en tres fases: una primera fase fue la redacción del mismo, al igual que la segunda en el pontificado de Pío IV bajo la supervisión de San Carlos Borromeo, y una tercera con la aprobación y edición del mismo en los primeros meses del nuevo pontificado de Pío V. En cada fase colaboró un nutrido y diverso grupo de especialistas, no siempre de acuerdo en sus planteamientos, que trabajaron a caballo entre los pontificados del papa Pío IV y Pío V, viendo la luz en 1567.

Tratar de hacer un breve recorrido histórico sobre los catecismos de antes y después del famoso Concilio de Trento es tarea ardua y complicada que excede con mucho las pretensiones de este blog en su interés por señalar el uso de la imagen como instrumento didáctico.
 
Previas a estas consideraciones recogidas en el Decreto, ya se conocían otros catecismos muy relevantes e influyentes. Uno de los más afamados fue el elaborado por el jesuita Pedro Canisio, considerado pionero de la prensa católica, quien elaboró tres catecismos en distintas fases entre 1555 y 1558: un compendio titulado Summa doctrinae Christianae, escrita en latín contra el movimiento protestante que se encontraba en auge, seguido de un Catecismo Breve y un Catecismo Brevísimo en contraposición a los dos catecismos de 1529, uno más breve y el otro más extenso, que publicó Lutero para la Reforma Protestante. En vida del jesuita de su catecismo resumido para la enseñanza de los niños se conocen más de doscientas ediciones en por lo menos veinte idiomas, sirviendo de base y modelo para los catecismos impresos posteriormente. La primera versión en castellano de la Suma de la Doctrina Cristiana fue editada en Amberes en 1558 en tiempos del reinado de Felipe II, aunque sin mencionar a su autor. La importancia del trabajo desarrollado por Canisio en el concilio tridentino, se refleja en estos interesantes gozos impresos en Barcelona en 1883 dedicados al todavía beato Pedro Canisio antes de ser canonizado y declarado doctor de la iglesia en 1925.


Las luchas ideológicas intestinas y solapadas en el seno de la propia iglesia entre los propios papas Pío IV y Pío V, así como entre los jesuitas y dominicos durante el amplio transcurso del concilio tridentino sobre la conveniencia o no de editar un catecismo único y generalista para toda la iglesia católica o sobre la decisión de prohibir los catecismos previos, es algo que se escapa del ámbito de este blog más dedicado a exponer el uso didáctico de las imágenes en los catecismos.

Otros de los catecismos posteriores al concilio y ampliamente difundidos, modificados y editados es el muy conocido Catecismo de la Doctrina Cristiana, con una primera edición anterior a 1599 del  jesuita español Gaspar Astete (1537-1601), conocido por "El Astete", al igual que el anterior de Jerónimo Ripalda (1535-1618), de 1591, ambos  con adiciones, supresiones y mejoras, de los que se conocen cientos de ediciones que fueron la base de enseñanza de la doctrina cristiana en España y en las provincias americanas durante cuatro siglos con arreglo a los postulados del Concilio de Trento.

Tras este rápido recorrido me detengo de nuevo en el catecismo elaborado por el abad Fleury, del que en la anterior entrada recogí una serie de imágenes ilustrativas a las que añado estas otras entresacadas igualmente de la edición barcelonesa de 1884 por el taller de imprenta y litografía de Faustino Paluzíe.

La importancia concedida al catecismo de Fleury desde su publicación y amplia difusión en el último tercio del siglo XVIII se aprecia en las recomendaciones de los obispos en las entonces Provincias de Ultramar. En las sedes episcopales dirigidas por el arzobispo y gran pedagogo colonial José Antonio de San Alberto en su "Carta Pastoral que acompaña al Catecismo Real", [en Colección de Instrucciones Pastorales, Madrid, Imprenta Real, 1788, tomo II, p. 406] aconseja aquellos catecismos que a su juicio son los más útiles para la formación religiosa que debía tener "un verdadero cristiano". Es por ello que en su Carta Pastoral expresa que los catecismos de Astete o Ripalda, que, aun siendo buenos, "son demasiado concisos y escasamente dan una noticia común de los puntos más esenciales". Recomienda, por tanto, que sostengan y apoyen la explicación del símbolo y demás partes de la doctrina cristiana en el de Fleury.
«Primeramente les damos el de Astete, para que aprendan en él lo que han de creer, lo que han de esperar, lo que han de amar y lo que han de temer, y luego les damos el de Fleury para que en él aprendan todas aquellas cosas que pueden mover a creer en Dios, a esperar en Dios, a amar y temer a Dios».
Continúo reproduciendo una segunda serie de imágenes de la edición de Paluzíe del catecismo de Fleury con ilustraciones significativas de la Historia Sagrada hasta la Anunciación del ángel Gabriel a María, para comunicarle que ella sería la madre del salvador.


















©Antonio Lorenzo

miércoles, 27 de abril de 2022

El Catecismo Histórico del abad Fleury [I]


El Catecismo Histórico escrito por el abad Claudio Fleury alcanzó una extraordinaria difusión desde que se publicó por primera vez en francés el año 1683 dando lugar a numerosísimas traducciones y ediciones completas, parciales o adaptadas del original. La primera edición traducida al castellano fue publicada en Madrid el año 1717 en tiempos de Felipe V, quien ya conocía el libro, puesto que Fleury había sido su preceptor en Francia cuando aún era duque de Anjou, por lo que promovió su traducción y difusión. Fue uno de los libros de texto que las Cortes de 1780 recomendó para la enseñanza de la religión.

Claude Fleury (París, 1640-1723) fue un conocido eclesiástico historiador de la iglesia y abogado en el Parlamento de París en 1658, preceptor y tutor de los nietos de Luis XIX y de los hijos de Luis XV. Aparte de su famoso catecismo fue autor de una Historia eclesiástica, desarrollada primeramente en veinte volúmenes en 1691 que fue ampliándose hasta llegar a los treinta y seis. Su acreditada erudición y las numerosísimas reediciones de su obra, especialmente de su catecismo, no impidió que algunas de ellas fuesen a parar al Índice de Libros Prohibidos por la iglesia católica catalogados entonces como perniciosos para la fe. El conjunto de su obra se propagó con numerosas ediciones a lo largo de los cuatro siglos siguientes. Su obra fue señalada, aunque de forma discutida, como favorecedora de acercamiento al "jansenismo", aunque considerada también como defensora de la corriente "galicanista", según la controversia teológica de la época y la interpretación sesgada de los escritos de entonces.

No resulta tarea sencilla el adentrarnos de forma abreviada sobre las propuestas teológicas del jansenismo y del galicanismo. En un sentido amplio el jansenismo se considera un fenómeno histórico que supera el ámbito teológico y donde se entremezclan aspectos religiosos y también políticos de gran complejidad. Esta controversia doctrinal tomó forma a partir de la obra de quien fuera obispo de Ypres en los Países Bajos, Cornelio Jansenius (1585-1638), quien realizó una lectura profunda y sistemática de las obras de San Agustín, elaborando una obra destinada a ofrecer una síntesis general de la doctrina agustiniana acerca de la gracia y de la predestinación. Su libro Augustinus, publicado póstumamente en 1640, le valió una fuerte oposición por parte de la Compañía de Jesús, quienes sostenían tesis opuestas. A lo largo del galimatías dentro de los diversos periodos o fases pasó a ser, desde su interpretaciones dogmáticas y espirituales, afines al protestantismo, a entremezclarse con tendencias de carácter político. El jansenismo pasó con el tiempo a ser un debate sobre la naturaleza de la autoridad papal, episcopal y parlamentaria. Desde un punto de vista espiritual el jansenismo es básicamente pesimista, pues parte de que cada hombre se encuentra predestinado por parte de Dios tras el pecado original salvándose aquellos a quienes les fue concedida la gracia o don divino desde su nacimiento, por lo que la libertad humana quedaba de esta forma muy limitada.

Durante la segunda mitad del siglo dieciocho, la influencia del jansenismo se prolongó tomando varias formas y ramificaciones, y extendiéndose a otros países afianzándose en todos ellos su animadversión a los jesuitas, a quienes consideraban de moral relajada, adaptados dinámicamente a las necesidades que surgieran según la coyuntura, así como de sus prácticas laicistas.

En contraposición al jansenismo, el llamado galicanismo, propio de la iglesia galicana francesa en la época de la Constitución civil del clero (1790), emitido durante la revolución francesa es un totum revolutum de doctrinas, prácticas eclesiásticas y políticas tendiendo a restringir la autoridad papal para reforzar y dar prioridad de acción a los obispos en su diócesis, su apoyo al poder civil o al propio monarca en su representación del estado frente a la autoridad ejercida por el pontífice. Se trataba, en suma, en un sentido generalista, de reforzar la autoridad de los obispos en sus diócesis frente a la centralización romana. El galicanismo vio su fin de forma oficial en Francia a raíz del Concordato firmado por Napoleón y Pío VII en 1801. Napoleón aprovechó su idea de concentrar la iglesia de forma unificada en torno al papado para consolidar su imperio, por lo que aprobó el uso de su Catecismo Imperial para toda iglesia dentro del ámbito de su imperio, algo a lo que dediqué una anterior entrada que puede consultarse en el siguiente enlace:




En el siglo XVIII se difunden por España obras de varios autores, en su mayor parte franceses del siglo XVII, los cuales ayudaron a crear una corriente más innovadora dentro del nuevo pensamiento religioso español. Del Catecismo histórico de Fleury se conocen en España y en la América colonial un notable número de ediciones como texto formativo de lectura según se recoge en la real provisión del 11 de julio de 1771.

Dentro de este periodo de agitación la obra de Fleury, dependiendo de la interpretación que se haga de determinados escritos del conjunto de su obra, se encuentra a caballo entre el jansenismo y la visión galiciana según se consideren diferentes aspectos.

Al margen de estas disquisiciones teológicas que escapan a las pretensiones divulgadoras de este blog, quiero detenerme en algunas de las ilustraciones que acompañan una de las ediciones de este catecismo llevada a cabo en Barcelona por el taller de imprenta y litografía de Faustino Paluzíe (1833-1901), editor muy relevante en el campo de los libros educativos y material de enseñanza para niños. Esta edición corresponde al año 1884 donde señala su aprobación por la autoridad eclesiástica y de que se trata de un manual aprobado por Real Orden del 7 de enero de 1880 para instrucción de los niños.

El catecismo, corregido por el editor Paluzíe, está dividido al igual que la obra original en dos partes: la primera contiene sumariamente la historia sagrada y la segunda la doctrina cristiana.

En esta primera entrada adjunto algunas de las ilustraciones que acompañan el texto, algo de lo que por sí solas ya merecen atención, porque tienen por finalidad el ser interpretadas de una forma dirigida para construir, persuadir o incitar en la percepción infantil normas o convenciones interpretativas propias de una determinada cultura, en este caso religiosa. El poder de este tipo de imágenes de carácter religioso es una forma de recurso didáctico y de adoctrinamiento añadido al conjunto de preguntas y respuestas propio de todo catecismo.

Existe un importante número de catecismos "breves y sencillos acomodados a la inteligencia de la primera edad" ilustrados conforme a lo que se quiere transmitir y socializar. La iglesia utiliza las imágenes mediante elaboradas ilustraciones como elemento básico para el desarrollo de la dimensión espiritual de los niños. Cada imagen va acompañada de un texto explicativo para dirigir la atención del lector hacia las pretensiones evangelizadoras del docente.

En una siguiente entrada añadiré más ilustraciones contenidas en esta interesante edición del catecismo del año 1884.



















©Antonio Lorenzo

lunes, 18 de abril de 2022

El Catecismo Imperial de Napoleón y su incidencia en España

Jules Alexis Meunier - Enseñando el catecismo a los niños (ilustración de 1898)

No deja de ser una desconocida rareza para la mayoría de la gente que el mismísimo Napoleón Bonaparte propusiera un catecismo para el uso de todo el imperio donde ejerció de emperador y rey. En los absolutos años de protagonismo de Napoleón, desde su primer ascenso al poder en 1799, hasta su derrota en Waterloo en 1815, consolidó y expandió la fuerza de su ejército y de su poder en gran parte de Europa. Napoleón Bonaparte estableció un gobierno autoritario basado en un orden centralizado con enormes poderes donde mantuvo en los países europeos conquistados todo un predominio político y social. Su acreditada influencia en todos los órdenes también afectó al clero, que era el encargado de impartir la enseñanza religiosa, por lo que ególatra Napoleón ordenó confeccionar un catecismo generalista y obligado para todo su imperio para reformar el sistema educativo de manera que los niños y niñas tuvieran acceso a una dirigida educación. El Catéchisme Impérial, fue sancionado por el emperador en el Palacio de las Tullerías el año 1806 como la propuesta y confección de un texto de catequesis católica para todo el ámbito de las iglesias de imperio francés y ajustado al espíritu de los nuevos tiempos protagonizado por el emperador.

La influencia de Napoleón en la península corresponde a su idea de una Europa unificada que diera sentido al imperio, por lo que era necesario diseñar una legislación uniforme y un proyecto educacional común al servicio del estado. Para aumentar su autoridad buscó, una vez más, utilizar a la iglesia como soporte educativo propagandístico para difundir sus ideas. Ante su insistencia, el capítulo del nuevo catecismo sobre el cuarto mandamiento contenía declaraciones audaces sobre el respeto y la obediencia debida a su autoridad, como luego desarrollaremos. El entonces papa Pío VII se negó en un principio a conceder la necesaria aprobación eclesiástica, por lo que Napoleón se dirigió con artimañas al complaciente cardenal Caprara, que era el legado papal en París, fingiendo este último que su aprobación procedía de la Santa Sede.



La estructura común de todo catecismo se organiza mediante preguntas y respuestas, lo que confiere un fuerte sentido pedagógico y moralizante. No deja de sorprender la casi inmediata traducción del ejemplar francés al idioma español. Al año siguiente de la edición original francesa se publicó en España el Catecismo para el uso de todas las Iglesias del Imperio Francés. Aprobado por el Cardenal Caprara, legado de la Santa Sede y mandado publicar por el Emperador Napoleón. Publicado en Madrid por la Imprenta de Villalpando, en 1807.

Adjunto la portada, el decreto de la publicación obligatoria del catecismo para todas las iglesias del imperio francés y a continuación el suculento prólogo de la traducción española.






El prólogo inserto en la traducción española del Catecismo Imperial no tiene desperdicio, pues es todo un ejemplo de cómo se trataron de salvar determinados aspectos tradicionales del cristianismo español que no se ajustaban a la propuesta francesa del catecismo. Los comentarios breves del prologuista sorprenden por sus ágiles vaivenes y tiras y aflojas para defender la tradición cristiana española sin saltarse la obligatoriedad del catecismo aprobado por la Santa Sede de aquella manera.

Si hacemos una atenta lectura del contenido del prólogo observamos cómo deambula y se escurre con sutil sagacidad entre aceptar la obligatoriedad del catecismo francés y la salvaguarda de las creencias religiosas españolas ampliamente establecidas. Entresaco unas reflexiones significativas.
«Como la traducción de este Catecismo se dirige unicamente á los Españoles, nos ha parecido oportuno sustituir á la leccion VII de la segunda parte, otra que con los mismos términos, enseñe lo que nosotros debemos á nuestro Católico Monarca y á sus sucesores. Las obligaciones que allí se enseñan, son de todos los cristianos, baxo cualquier Gobierno que vivan».




Para apreciar las diferencias y omisiones en el desarrollo del cuarto mandamiento del original francés y su traducción española reproduzco en primer lugar lo recogido en el catecismo francés junto a su traducción.


P. ¿Cuáles son los deberes de los cristianos hacia los príncipes que les gobiernan y cuáles son, en particular, nuestros deberes hacia Napoleón I, nuestro Emperador?
R. Los cristianos deben a los príncipes que les gobiernan y nosotros, en particular, debemos a Napoleón I, nuestro Emperador: amor, respeto, obediencia, lealtad, servicio militar y los impuestos ordenados para la preservación y defensa del Imperio y de su trono; también le debemos nuestras fervientes oraciones por su seguridad y para la prosperidad espiritual y secular del Estado.
P. ¿Por qué debemos cumplir con todos estos deberes para con nuestro Emperador?
R. Primero, porque Dios, quien crea los Imperios y los reparte conforme a su voluntad, al acumular sus regalos en él, le ha establecido como nuestro soberano y le ha nombrado representante de su poder y de su imagen en la tierra. Así que el honrar y servir a nuestro Emperador es honrar y servir al mismo Dios. En segundo lugar, porque nuestro Salvador Jesucristo nos enseñó con el ejemplo y sus preceptos que nos debemos a nuestro soberano, porque nació bajo la obediencia a César Augusto, pagó los impuestos prescritos y en la misma frase donde dijo ‘Dad a Dios lo que es de Dios’ también dijo ‘Dad al César lo que es del César’.
P. ¿Hay alguna razón especial por la que debemos estar dedicados más profundamente a Napoleón I, nuestro Emperador?
R. Sí la hay: porque es él a quien Dios levantó en circunstancias difíciles para restablecer la adoración pública de la santa religión de nuestros ancestros y para ser nuestro protector. Es él quien restauró y preservó el orden público mediante su profunda y activa sabiduría; él defiende al Estado con la fortaleza de su brazo; él se ha convertido en el Ungido del Señor por la consagración que recibió del Soberano Pontífice, la cabeza de la Iglesia Universal.
P. ¿Qué debemos pensar de quienes no cumplen con sus deberes para con nuestro Emperador?
R. De acuerdo con el Apóstol San Pablo, se resisten al orden establecido por Dios mismo y se hacen merecedores de la condenación eterna.
P. ¿Nuestros deberes para con nuestro Emperador aplican por igual a sus legítimos sucesores en el orden establecido por las constituciones imperiales?
R. Sí, definitivamente; porque leemos en las Sagradas Escrituras que Dios, mediante una disposición suprema de Su voluntad, y por Su Providencia, confiere sus imperios no sólo a individuos en particular, sino también a las familias.

Vemos cómo en el original se amplía considerablemente la sumisión al emperador, mientras que en la traducción española se obvian muchos de los comentarios sobre el cuarto mandamiento. La clave de todo ello es que aún no se había producido la invasión francesa en España y, aunque aceptado el catecismo francés para un uso generalista, en el catecismo español se suprimieron las alabanzas y la absoluta sumisión a Napoleón, aunque conservando su espíritu global y la legítima obediencia que los hijos deben a sus padres.

La traducción española, pues, nos ofrece una importante y significativa referencia sobre el cómo se trató de ajustar a la catolicidad española un catecismo impuesto y cómo se ensalzaba la obediencia a quien fuera todavía el "Católico Monarca" español Carlos IV, obviando inteligentemente toda sumisión al emperador francés. Asistimos de esta forma, tanto en el prólogo como en la traducción, a los convulsos momentos vividos en aquel año como antecedentes de la llamada Guerra de la Independencia, sobre la que la historiografía más reciente ha sugerido otros acercamientos poco tenidos en cuenta y alejados de los tópicos imaginarios repetidos a lo largo del tiempo. No hay duda de la complejidad que engloba el conflicto bélico entre 1808 y 1814, pero tampoco hay que descartar el enfrentamiento civil ideológico entre los españoles partidarios de la restauración de la monarquía absolutista frente a quienes defendían las ideas liberales que postulaban la abolición del Antiguo Régimen. 

Hay que tener en cuenta que un importante sector de la población española no solo aceptó, sino que respetó la legitimidad de José I Bonaparte contando con el apoyo de los "afrancesados", partidarios de una modernización pacífica y sostenida en España, mientras que el otro frente aspiraba al retorno de Fernando VII, aunque coincidentes ambos sectores en su rechazo al invasor francés.

La historiografía franquista se ocupó de forma exhaustiva por presentarnos dicho conflicto como un ejemplo de propaganda patriotera y distorsionada elevando a los altares simbólicos a personajes más bien anecdóticos, como la artillera Agustina de Aragón (que, por cierto, era catalana) o Juan Martín Díez, "el Empecinado".

Entresaco de la traducción española estas sugerentes preguntas y respuestas.



El original Catecismo Imperial aprobado por Napoleón no deja de ser, obviamente, todo un ejemplo de sometimiento a su poder absoluto. Antes de la invasión francesa en 1808 y de la obligatoriedad de su utilización para todas las iglesias del imperio francés se encontraba establecido, según decreto del 9 de marzo de 1807 por la monarquía española, el que todos los maestros de primeras letras debían emplear, sin excusa alguna, el catecismo publicado en 1806 por el carmelita Manuel de San José, dedicado por cierto a la hija del ministro Manuel Godoy, con el título de El niño instruido por la divina palabra en los principios de la religión, de la moral y de la sociedad. Dedicado preferentemente a instruir a los hijos de los oficiales del ejército y a los hijos de personas distinguidas, aunque tuvo una efímera existencia debido a la inminente caída en desgracia de Godoy tras el Motín de Aranjuez y la llegada al trono de Fernando VII apoyado por una camarilla de nobles y eclesiásticos.

La utilización de la labor pedagógica de la iglesia católica por parte de Napoleón no fue sino una estrategia de puro pragmatismo político para ensalzarse, con la connivencia sumisa del entonces pontífice Pio VII que acató sin rechistar la promulgación de un catecismo generalista obviando las tradiciones de cada país. La autocoronación y consagración de Napoleón como emperador, con la presencia sumisa del papa Pío VII, que acabaría humillado y encarcelado más adelante en 1809, resulta altamente significativa como se aprecia en el famoso cuadro de Jacques-Louis David, donde el autoproclamado emperador aparece coronando a su entonces esposa Josefina.

Detalle del lienzo de Jacques-Louis David (1807)

Por contextualizar algo más ejemplos de los catecismos que circulaban en esos convulsos años, me detengo en este otro Catecismo Civil de España, donde se recoge y desarrolla un absoluto desprecio a la figura de Napoleón junto a la exaltación de un patriotismo exacerbado.

La evolución de los acontecimientos políticos en España supuso toda una toma de posición contra el considerado invasor francés, lo que quedó reflejado en este Catecismo Civil, mandado imprimir por orden de la Junta Suprema en Sevilla. Posiblemente sea de octubre de 1808 o de comienzos del año 1809 tras la abdicación del infausto Fernando VII a favor del emperador francés en mayo de 1808. En el catecismo se insta a la población a obedecerle sin discusión tras el levantamiento del 2 de mayo de 1808 en Madrid lo que dio inicio a la designada como Guerra de la Independencia.

Conocida la noticia en España de la abdicación de Fernando VII en Bayona a finales de mayo, los absolutistas monárquicos y la élite dirigente de la iglesia tradicionalista emprendieron una notable campaña propagandística para construir una imagen positiva del rey como víctima inocente del emperador exterior francés, así como del conspirador interior Godoy, incitando a la población a alzarse en armas contra el emperador.

La propaganda ejercida por parte de la élite religiosa resulta fundamental para entender toda esta ideologización del pueblo a través de folletos, imágenes o catecismos, como en este que nos ocupa y que reproduzco entero por su significación.








El evento histórico que explica toda esta fluctuación fue la abdicación de los Borbones en Bayona, en mayo de 1808, cediendo sus derechos al trono a Napoleón, quien luego los cedió a su hermano José Bonaparte bajo el nombre de José I (el "Pepe Botella", popular). Todos estos sucesos desencadenaron en el pueblo todo un "vacío de poder" donde, para hacer frente al invasor francés se constituyeron las Juntas Provinciales para asumir la soberanía del rey ausente y posteriormente la Junta Central Suprema que desembocó en la convocatoria a Cortes.

Abdicaciones de Bayona

Vemos, pues, cómo esta variedad de catecismos contradictorios que pulularon por la época, nos aportan valiosos datos documentales sobre el contexto y la situación política de entonces, al igual que sucede con los grabados y láminas publicadas y lo conservado en la memoria hasta épocas recientes en cantares y coplas populares transmitidas por tradición oral, como ha señalado y estudiado María Jesús Ruiz, coordinadora del volumen colectivo Crónica popular del Doce (Sevilla, ed. Alfar, 2014), donde desarrolla estos aspectos en su trabajo "La memoria del francés: romances y canciones en la tradición oral hispánica".
©Antonio Lorenzo