El pliego reproducido, del que se conocen otras muestras provenientes de diferentes talleres, es un ejemplo más de la literatura de tradición impresa donde se narran chascos o situaciones insólitas y que resulta frecuente el que guarden relación con la tonadilla escénica, con sainetes o pasillos y con el considerado teatro breve en general. Este tipo de chascos o bromas, más o menos pesadas, solían recitarse o narrarse en las tertulias, aunque en este caso y debido a su extensión resulta más propio para ser leído.
En el pliego, dividido en dos partes y ambientado en Valladolid, se nos cuenta la historia de un arriero que tenía por costumbre, antes de salir de casa a sus quehaceres como un habitual transportador de mercancías y utilizando la tracción animal, la de santiguarse mediante una recurrente retahíla con el fin preventivo de librarse de los diablos, enemigos o ladrones para que no le sucediera nada en su trayectoria. Pero, hete aquí, que su mujer le incitó a que también debería añadir al santiguarse una advertencia contra los ardides propios de las mujeres de entonces. Como el arriero se negó a incorporar esa nueva mención, ya que se creía prepotente e indemne a las trampas de las mujeres y presumiendo además de sus actuaciones con ellas, su mujer tomó contra él medidas adversas. Tras una suculenta cena acompañada de muchos vinos que le ofreció su mujer junto a una parienta, resulta que por los efectos del vino acabó en el suelo, lo que aprovecharon las mujeres para raparle las barbas y los bigotes y hacerle en la cabeza una especie de tonsura a semejanza de un fraile de San Pablo. Tras ello, le vistieron con un hábito de la orden y lo subieron a uno de sus caballos, lo que le hacía parecer como un "reverendo frailazo".
Una vez que los vapores del vino hubieron remitido y dándose cuenta de que se encontraba en el camino sin barbas y sin bigotes, lejos de recordar el confuso episodio que había padecido, consideró que aquello se trataba en realidad de un milagro de Dios y que por ello debía dedicarse a evangelizar y a convertir a paganos, por lo que emprendió su presunto camino evangelizador donde se encontró con un fraile Descalzo que se dirigía en dirección a Simancas para decir una misa por ser el día de San Marcos. Tras conversar con el fraile, este conminó al arriero, al verle vestido con un hábito, para que ejerciese de predicador en la misa pendiente.
Tras su incongruente experiencia predicadora, que no se llevó a cabo, y una vez repuesto, decidió regresar a su casa para recuperarse por las peripecias sufridas, pero con la intención de escarmentar a su mujer por la burla que le infringió al raparle y vestirle con un hábito. Tras su llegada su mujer le insistió de nuevo en que lo sucedido a través de la broma perpetrada contra su marido, no era sino una clara prueba de que era preciso el incluir en su santiguamiento el prevenirse de las mujeres para huir de sus mañas, de cuya prueba había sido objeto el arriero Juan de Prados por su propia esposa.
En la segunda parte del pliego se narra cómo la mujer de Juan de Prados al quedarse encandilada por el sermón que escuchó a un predicador joven, discreto y con buena voz, del que no pudo evitar el enamorarse. En su intento de quedar con él solicitó a su marido el que convidase al fraile a su casa. Juan de Prados, que ya sospechaba de la intención de su mujer: "carnero me quiere hacer, más yo seré toro bravo", solicitó en complicidad con el criado, el que espiase a su mujer y le facilitase información sobre los recados que hiciese al joven y deslumbrante predicador, lo que provocó una cuidada venganza del arriero al enterarse por su criado de que su mujer tenía la intención de invitar al predicador a visitarla. Tras comunicárselo al arriero, este urdió una estratagema para vengarse de la inicial burla que le propinó su mujer.
Juan de Prados, haciéndose pasar por el predicador y vestido con el hábito blanco y llevando en la manga un garrote de tres palmos, llegó a su casa sin que fuese reconocido por su mujer, Juana Gutiérrez. Lo aprovechó entonces para vengarse y devolverle la burla que había sufrido al tiempo que la aderezó con saña moliéndola a palos al tiempo que propugnaba el que toda mujer debería cumplir siempre con su marido sin que ella se percatase del cambio. Juan de Prados, tras atenderla posteriormente tras la paliza recibida le propuso a su mujer el que convidase a comer y les visitase el predicador, algo que ella no quería tras lo sufrido por quien creyó que fue el sugerente predicador. Sin embargo, su marido invitó al predicador por su cuenta diciéndole que llevase un hisopo y una reliquia de un santo, ya que su mujer estaba endemoniada. Aprovechando que Juan de Prados salió a buscar al criado, su mujer comenzó a criticar muy enfadada al predicador, por considerar que fue quien la maltrató, lanzándole a la cara ollas y platos al tiempo que el predicador conjuraba a la presunta endemoniada con el hisopo y rociándola con agua bendita hasta que, de una forma atemorizada, logró regresar de una forma apresurada al convento. Tras esta estratagema, planificada por el propio Juan de Prados quien observó la situación sin ser visto y riéndose, acabó reconociendo ante su mujer que fue él mismo quien la pegó, ya que toda mujer debería respetar siempre a su marido. Ella acabó pidiéndole perdón, lo que fue aceptado por Juan de Prados siendo desde entonces unos buenos casados.